LITERATURA
Textual
Héctor Belascoarán no creía en los complots, había vivido en demasiados de ellos para acabar de creérselos. Era un mexicano sujeto a la definición mexicana de paranoico: “Un ciudadano con sentido común que dice que lo andan persiguiendo unos tipos que realmente lo andan persiguiendo”. Tampoco tenía una versión simplista del asunto. Su hermano Carlos, el militante eterno de la familia, decía que paradójicamente, el marciano Héctor era un marxista existencial, de esos que piensan que el ser social acomoda la conciencia; que Alí Babá de tanto andar con los cuarenta ladrones de rola se había vuelto uno de ellos y priísta. Héctor pensaba que a fuerza de ser silla termina gustándote que te pongan el culo encima. Tampoco creía en la maldad natural de los gobernantes. Pensaba que a fuerza de serlo terminas siendo un hijo de la chingada, y que la estancia en el poder crea la obsesión por la perpetuación del poder, y cuando el poder político se acaba, queda el poder del dinero y ésa es la otra forma del poder y que por eso había tanto cajones abiertos donde meter la mano, tantos abusos; y que para mantener en pie el país que les gustaba, los gobernantes de México de los últimos años habían establecido una especie de ley suprema de la nación que nunca se hizo pública, que estaba escondida en el supremo clóset del supremo jefe, y que decía cosas como “El único principio de subsistencia es el principio de autoridad” y “Una vez que tu moral se fue por el desagüe, lo mejor es ser rata” y “La revolución nos hará justicia” y “Uca, uca el que se lo encuentre se lo emboruca”, y “Este es el caño de Hidalgo, chingue su madre el que deje algo” y “Usted me rasca la espalda a mí y yo se la rasco a usted”.
Fragmento de Muertos incómodos (falta lo que falta). El Fragmento, del capítulo VIII, ha sido escrito por Paco Ignacio Taibo II.