Lunes, 11 de abril de 2011 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Marcelo Cohen
Un escritor supone que escribe por necesidad o vocación, por amor a la literatura y otros amores, por vanidad o narcisismo, por superstición o enfermedad, porque le gusta dar forma (modelar), para señalar aspectos de la vida que cree que pasan inadvertidos, colar en el paisaje de lo real unas que otras cosas que parecían imposibles o acceder a algo de sí mismo y del mundo que desconoce; supone que escribe porque es una de las cosas que le salen bien o le salen más fácilmente, y piensa que va a hacerlo hasta que no tenga nada más que decir, se le obture el caño o se muera. Nadie le ha pedido que lo haga y él no duda de que nadie está obligado a pagárselo. Pero: no bien ese escritor publica en una editorial, firma un contrato por un libro que es distribuido y se vende en locales comerciales, no bien acuerda anticipo o regalías, intenta aún distraídamente controlar tiradas, pispea esporádicamente presencia en librerías, obtiene algún dinero, mucho dinero o ninguno (por variadas razones, tanto de valor de lo que hace como de contexto), y no bien, por otra parte, planea cómo va a sobrevivir porque sabe que ese dinero no va a alcanzarle en absoluto aunque publique muchos libros, se sitúa de lleno en otro mundo (en donde, de todos modos, mayormente ya estaba). Si el mundo de la vocación, la intensidad y la gran cadena de la literatura es su verdadera realidad, este otro mundo, el del cálculo imprescindible, es maya, ilusión, es el mundo que los humanos hacemos en común para subsistir, un nudo tremendo, casi indesatable, y al escritor le gusta pensar que se desvanecerá para él cuando él decida dejar de considerarlo. Pero mientras tanto es el mundo en donde debe alimentarse y en general alimentar a otros que en casos son sus hijos; en donde ha aceptado asumir responsabilidades y derechos y trabajar en rubros como la enseñanza, la corrección o traducción de originales ajenos, la escritura de cosas que no le interesan tanto, la redacción de noticias o crónicas periodísticas o la atención de un negocio de alimentos para mascotas o la venta de pólizas de seguros, de modo de obtener ingresos regulares o no, costearse el descanso, ser ciudadano de la polis, devengar facturas de luz y de gas, pagar sus cuotas de trabajador asalariado o autónomo, etc. Y es el mundo, este otro, en el cual, en caso de que alguien sospeche –meramente sospeche– que podría no estar tributando tan puntillosamente como es de norma, el escritor puede incluso, créase o no, ser víctima de una muy engorrosa e hiriente inspección fiscal. Todo esto para cobrar en la vejez una jubilación magra –como cabe prever si ha resignado bastante tiempo de trabajo remunerado para dedicarse a escribir y publicar–. En este mundo efectivo, no sólo el escritor que por una u otra razón ha tenido cierta suerte económica debe obtener la holgura que le permita afrontar la extinción y la muerte con la calma que muchos deseamos y parece que el ejercicio de la literatura, como otros ejercicios y actitudes de acción contemplativa, permite alcanzar a algunos. Es justo que todos los ciudadanos accedan en el otoño a una muy módica despreocupación económica. Nada le garantiza al escritor cualquiera que no sufra dolores del espíritu, si no hace su tarea desde mucho antes. No sabe si la muerte no va a encontrarlo escribiendo, rabiando, o indiferente por fin o por fin muy alegre. Pero el Estado debe garantizarle, como a todos los ciudadanos, que obtendrá sin desesperarse los numerosos remedios que casi todos los viejos necesitan para paliar al menos el dolor físico, y los pequeños, menguantes gustos que el paladar y la mente quieren darse hasta el final.
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