CULTURA › OPINIóN
› Por Eduardo Grüner
No sé si queriéndolo o no, Horacio González puso el dedo en una llaga e hizo asomar una especie de sintomatología. La llaga es que cosas como la relación entre política y literatura, o el viejo tema sartreano del intelectual “comprometido”, que parecían haber quedado “fuera de agenda”, como se dice, o bien “superados” por los agrupamientos parciales de intelectuales que se produjeron en los últimos años, son todavía heridas sin cicatrizar, por así decir, que siguen supurando incertidumbres; y la sintomatología es la persistencia de la dificultad a la hora de posicionarse claramente respecto del Estado, de un gobierno o de lo político en general. Son tensiones que no tienen nunca una resolución satisfactoria, ya que los intelectuales, por más “comprometidos” que nos pensemos, somos casi por definición, en un punto, esos “individualistas pequeño-burgueses” que siempre resistiremos que lo que nos gusta llamar “pensamiento crítico” sea sometido o subordinado a las necesidades puntuales de la coyuntura. Eso no está ni bien ni mal, simplemente es una cuestión que se plantea una y otra vez con cada cambio de contexto político, social o cultural. Incluso algún factor inesperado puede aportar su granito de arena al desnudamiento del síntoma, como fue esta vez la coincidencia entre el debate Vargas y la muerte de David Viñas, uno de esos intelectuales críticos del cual, sin que dejara de tener alguna benevolencia para con el gobierno actual, se recordó su posición sobre que un intelectual no puede ser nunca oficialista. Lástima que no hicimos esa discusión a fondo en el homenaje de la Biblioteca, hubiera sido una buena manera de recordarlo. De todos modos, más allá de la anécdota Vargas, el tema sigue abierto y en este año electoral está muy bien que se ponga sobre la mesa.
Vargas va a hablar y se va a ir, pero el episodio en efecto deja mucha tela para cortar; una pregunta que tendríamos que hacernos es por qué la discusión se centró mucho más en la inauguración de la Feria (y yo mismo caí en ese error) y no en la, digamos, “misión política” que trae Vargas a la Argentina, acompañado por exponentes de la ultraderecha internacional, ciertamente mucho más importantes que él desde el punto de vista específicamente político. No es que eso no haya estado presente, desde ya, pero dimos demasiadas vueltas al trompo de la inauguración feriante. ¿No habremos actuado justamente como intelectuales “puros”, que aunque sabemos que el tema de fondo es político saltamos cuando se tocó a la sacrosanta Feria del Libro? Es cierto que la Feria puede ser una caja de resonancia de muchas cosas, pero muchos la perciben como un templo de la Literatura con mayúscula antes que como el gigantesco kiosco industrial y comercial que realmente es, es una percepción alimentada tanto por algunos intelectuales como por los medios de la derecha liberal; entonces se dejó abierto el flanco al equívoco interesado de que se estaba cuestionando la libertad de un escritor como tal, y a toda la catarata de hipocresías sobre “censuras”, “vetos” y sandeces por el estilo, que sirven para tapar o desviar la cuestión política de fondo. Es antipático lo que digo, pero quizá actuamos un poco “corporativamente”. Hubiera sido quizá mejor que, sea como intelectuales o como simples hombres y mujeres políticos que somos todos, hubiéramos salido a protestar fuera de la Feria, contra la presencia política de toda esa gente en la asamblea de Mount Pelerin, y no contra el discurso aislado de un literato. Eso hubiera sido más claro, no hubiera dado lugar a tanta paparruchada cínica por parte del establish-ment seudo-culturoso, hubiera permitido unificar mejor a los intelectuales “K” con los que no lo son, puesto que la pelea ideológica contra la derecha mundial es un terreno donde se puede acordar más cómodamente que en la política local, por ejemplo entre los intelectuales “K” y los de izquierda, siempre que no se intente ponerla bajo el paraguas de una agrupación, alimentando sin querer la falacia de que aquí todo lo que no es estrictamente “K” es de la derecha gorila; y hasta hubiera evitado llamados telefónicos de una Casa Rosada que ante una manifestación nítidamente política no hubiera tenido nada que decir, imagino.
En fin, se puede aprender de la experiencia; aprender, por ejemplo, que la Feria puede ser un “termómetro”, como muchos otros espacios, pero que lo que hay que atacar es la fiebre y sus causas, y eso no se hace solamente rompiendo el termómetro en un momento de bronca. Y que, puesto que la mayoría de los intelectuales tenemos como tales poca o ninguna influencia política real, podemos darnos al menos el lujo de decir lo que pensamos sin temor de lastimar a algún amigo que tengamos dentro o fuera del Gobierno. De todas maneras, insisto en que estuvo bien hacer el debate, era necesario levantarlo, y ojalá pueda continuarse en una discusión amplia, sin sectarismos, más matizada y rigurosa, que me parece está haciendo falta.
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