OPINIóN
› Por Daniel Freidemberg *
La vocecita sarcástica de Enrique Santos Discépolo habría musitado seguramente una palabra, “cambalache”, al oír que la Feria del Libro, ese mundo que estaba rodeando a Mario Vargas Llosa, era “un bosque encantado”. Libros como árboles –dijo Vargas– a la espera de que una varita mágica haga surgir ideas e imágenes que nos trasladen a una vida más rica. ¿Bosque encantado o cambalache? Cervantes, Borges y Agamben, ahí, al lado de Sanación con los ángeles, El libro de los buenos modales y El desafío de ser feliz. Lecciones de liderazgo y Elimine su stress con La tierra baldía y La casa verde: “La Biblia junto al calefón”, diría, si viviera, Discépolo. Pero no son los libros que coexisten concreta y conflictivamente los que Vargas Llosa tuvo en cuenta sino un arquetípico libro ideal, al que en su discurso en la Feria dedicó su oración laica.
Cuando el novelista devenido figura política dice que “los libros nos ayudan a derrotar los prejuicios racistas, étnicos e ideológicos entre los pueblos y las personas”, ¿se refiere a Mein Kampf? Leído por Theodor Adorno o Jean-Paul Sartre, el panfleto de Hitler bien puede ser usado para deshacer prejuicios, como pudo ocurrir que, leído por ciertos lugonianos, el Martín Fierro fuera una epopeya contra la inmigración rusa o italiana. No es que no sepa Vargas que “la extraordinaria variedad” del universo del libro contiene “lo mejor y lo peor” de la humanidad, sino que supone que la sola lectura de ese magma “nos hace más sensibles, más imaginativos y, sobre todo, más libres”. Pobres y ricos, doctorados y semianalfabetos, contaríamos todos con los mismos instrumentos a la hora de enfrentarnos a un texto. Leeríamos desde el limbo de un linaje humano abstracto, libres de intereses o visiones que condicionen y contaminen nuestras lecturas. Todos terminaríamos, libros mediante, por comprender que “la humanidad es una sola”. Vargas debe de saber –es lo que parece advertirse en unas cuantas novelas suyas– que la literatura, o cierta literatura, la que él supone preferir, no lleva a reconocer nada sino la extrañeza. Que, en vez de producir certezas, la literatura las cuestiona, abre conflictos en vez de cerrarlos, instala interrogantes. Pero prefirió atenerse a los clichés de la vieja cultura liberal ilustrada: si en lo político apuesta al neoliberalismo, en lo cultural se atrinchera en un liberalismo anterior a Rimbaud, Marx, Nietzsche, Freud y Kafka.
Extasiarse en la tarea edificante que cumpliría en sí misma la lectura es propio de una fe según la cual la humanidad marcha hacia un futuro de luces y racionalidad, aunque para ello haya que someter o masacrar a los grupos humanos que no se muestren tan razonables. En la historia argentina se supo qué justifican los ideales liberales: la Guerra del Paraguay, la Conquista del Desierto, el “no ahorre sangre de gauchos, que es lo único que tienen de humano”. Traducido: implacables intereses económicos. “Leer –pregona Vargas Llosa– nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer, y que los libros puedan escribirse”. ¿Quiénes impiden elegir? Inquisidores, comisarios políticos, fanáticos religiosos, dogmáticos, caudillos megalómanos. No entran en la lista, en cambio, la omnipresencia de una industria editorial concentrada, gracias a la cual unos pocos capitales transnacionales deciden quién publica, qué publica y en función de qué, ni los filtros que imponen las redes de distribución y comercialización. ¿Quiénes son, en los hechos, los que no dejan que ciertos libros puedan escribirse, o al menos publicarse? El liberal Vargas Llosa no es capaz de preguntárselo, como puede añorar los tiempos en que en América latina “la literatura más renovadora y moderna” circulaba en ediciones argentinas, sin preguntarse por qué ya no ocurre, cuando las viejas editoriales a las que rinde homenaje son hoy filiales de empresas españolas, que a su vez responden a capitales alemanes o norteamericanos.
* Poeta y crítico.
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