Donald Margulies habla de los aspectos autobiográficos de su obra: “Si añoro Brooklyn, no es tanto por el lugar geográfico donde pasé mi infancia, sino por un hábito, un carácter, un modo de ser que ya se había extinguido o estaba extinguiéndose al momento en que yo era lo suficientemente grande para darme cuenta de que algo faltaba. Cuando ahora recuerdo a Brooklyn, desde la posición estratégica de la mitad de mi vida, encuentro que es un lugar que ya no existe más, en efecto, un (sitio) que posiblemente nunca haya existido verdaderamente en mi vida. Quizás es porque ya no tengo lazos familiares en el lugar; mis padres se han ido hace mucho tiempo y mi hermano se ha mudado a Los Angeles. Tal vez es una sensación que siempre he tenido. Desde que era joven, el Puente de

Brooklyn adquirió para mí un significado casi místico. Ese arco exquisito era la puerta de entrada a una ciudad resplandeciente en donde el futuro estaba destinado a ser más apasionante que el que deparaba Brooklyn. En mi joven mentalidad aturrullada por la televisión, los edificios de Nueva York se fusionaban como en la Ciudad Esmeralda, una idea mágica que se alimentaba de las repeticiones anuales de El Mago de Oz en la televisión. Manhattan era un lugar presentado en un vívido technicolor, mientras que el color de Brooklyn no era ni siquiera en blanco y negro, sino más bien un sepia apagado. Quizás es la omnipresencia de ese puente majestuoso y todos esos brillantes rascacielos que contribuyen al perpetuo estado de timidez de los brooklinianos, porque esos edificios famosos son recordatorios constantes de su lugar menor en el mundo. El que es nacido en Brooklyn vive en la periferia, tentado de alcanzar Otra Cosa, Algo más grande, que se encuentra justo cruzando el río. Es precisamente esa condición que forma personalidades, alimenta ambiciones y crea en algunos una insoportable sensación de desasosiego y ansiedad”.