HISTORIETA › OPINIóN
› Por Juan Sasturain
Estoy lejos de Buenos Aires, me entero por teléfono. El haberme hecho el distraído durante los últimos meses respecto de la gravedad de su estado, posponiendo visitas y eventuales despedidas, no ayuda al consuelo ni a la sensación de lo literalmente irreparable. Haberme pasado todo el día de hoy hablando por teléfono sobre él no compensa nada, alimenta –de algún modo– la sensación de impostura.
Pero a quién le importa si no a uno. Sus hijas, sus amigos, sus compañeros, sus colegas y colaboradores –categorías que se suman, se superponen saludablemente en su caso– han estado todo este tiempo junto a él. Supo juntar de todo eso, Solano, en vida. Como se suele / solemos decir: algo habrá hecho (bien) para que lo recordemos querido y acompañado. Qué más se puede pedir.
Me animo a hablar por mí porque soy la experiencia de muchos. Aprendí a leer o a interesarme en lo que leía –mejor– con sus historietas: el hierático Bull Rockett (perfil de Burt Lancaster a hachazos) en Misterix, a los ocho años. Y me deslumbró definitivamente a los once, en las mensuales Hora Cero y Frontera, con el cabecita Joe Zonda y el Douglas DC3 de la Last Minute Co, y con el cabezón Rolo (Montes) el marciano adoptivo y la banda del club de barrio El Meteoro. Y eso fue antes, apenas meses antes de ese septiembre del ’57 en que conocí al cuarteto que jugaba al truco en la buhardilla del chalet, la noche de invierno de la nevada mortal sobre Vicente López y sobre nuestra infancia alucinada de aventuras.
Hablar de El Eternauta y de sus virtudes como relato gráfico es un lugar hoy saludablemente común. Lo que de ese todo le corresponde a Solano, no tanto. En el reparto de tareas que hizo Oesterheld en sus revistas con elenco seleccionado de dibujantes (Pratt, Breccia, Roume, Del Castillo) para cada una de sus múltiples vertientes narrativas eligió un intérprete diferente. Solano López, el más joven del plantel, fue su dibujante realista del mundo urbano, de lo real cotidiano. Así, por un lado –con el modelo del cine Clase B en blanco y negro de la época–, fue el económico narrador de épicas aventuras modernas de gente común cruzadas por la tecnología y la incipiente ciencia ficción; por otro –o sobre todo–, por un increíble “efecto de realidad”, lo que dibuja Solano es, simplemente, cierto. Es gente real, hombres y mujeres que existen, con carnadura y marcas tipológicas reconocibles en cualquiera al salir cada día a la calle. Salteándonos a sus protagonistas inolvidables, ahí están esos desolados hombres robot, empuñando fusiles con la mirada perdida con la misma pilcha y bufanda con que tomaban el subte como ejemplo mayor de su pericia y sensibilidad... Además: nadie dibujó Buenos Aires, las calles, las casas, los interiores, como Solano.
Precisamente el año pasado volví a la(s) casa(s) de El Eternauta, con Solano, a charlar y a filmar. Volví por primera vez a la verdadera casa de Beccar, a la original de ladrillos donde vivía Oesterheld –el real y el personaje narrador– con su mujer y sus nenas durmiendo serenas, mientras él escribía un guión en la noche junto a la ventana, hasta que crujía la silla al otro lado de la mesa y empezaba todo. Esa casa de Beccar que ahí está aún hoy y en la que Solano había estado muchas veces, sesenta años atrás, es, en su dibujo fiel y sutilmente corrido, el modelo de las dos casas de la historia: la del guionista y narrador y la de Juan Salvo, el viajero del tiempo y fantástico vecino desmemoriado. En esa casa estuvimos (volvimos) con Solano el año pasado. Y charlamos de ese laburo y de la vida en general. Qué suerte.
Quiero decir: qué suerte para la desgracia, como decía Pepe Biondi. Pero es bueno porque eso quedó, como han quedado muchos testimonios riquísimos recogidos a lo largo de los últimos años de frecuente y justo reconocimiento. Sobrevivientes del mito, Solano, junto a la involcable Elsa Oesterheld, han asumido con difícil equilibrio, sincero fervor y sobria dignidad, la poco fácil tarea de sobrellevar sin que se apague, ni provoque incendios desnaturalizadores, la llama de El Eternauta, la obra maestra del mayor narrador de aventuras que ha dado este país, y el mito narrativo más poderoso de la ficción argentina del siglo XX.
Para simplificar: entre aquel lector infantil nunca renegado y este último papel de veterano recolector de palabra e imagen del consabido maestro pasó mucho y rico tiempo. Tuve la suerte –en el medio– de charlar mucho con él sobre su trabajo, de ser su tímido amigo ocasional, de escribir (eso sí) largamente sobre él, de publicar memorables historietas suyas en revistas en las que me tocó tener alguna responsabilidad y –finalmente– de escribir algún guioncito que dibujó. Con eso y un Bull Rockett firmado, estoy hecho.
Queda para señalar, porque hay que cortar en algún lado, lo que todos los que lo conocieron mejor reafirmarán: que fue muy buena gente, que laburó siempre: sesenta (sic: 60) años, que tuvo una vida rica y movida, que quiso y lo quisieron, que fue coherente siempre y valiente cuando no todos.
Además, que fue mucho más que el autor de El Eternauta (que no es poco, claro) y que sin Juan Salvo igual se hubiera salvado para la memoria colectiva. Además de los clásicos con Oesterheld, junto a su hijo Gabriel dejó obras maestras como Historias tristes, Ana y La Guerra del Paraguay; con Carlos Sampayo, un clásico incombustible como Evaristo, el mejor policial argentino; con Ricardo Barreiro, las poderosas Slot Barr, Ministerio y otras; con Pablo Maiztegui y colaboradores-amigos, en los últimos años, las secuelas de El Eternauta Y hubo mucho más.
En su tablero debe estar todavía el esbozo a lápiz de la página inconclusa que alguien recogerá para confirmar que Solano, como toda su vida, todavía tiene algo que entregar.
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