CINE › PELICULAS ARGENTINAS EN COMPETENCIA
› Por Horacio Bernades
Desde siempre, una de las razones del Bafici es dar a conocer lo más nuevo de la producción local, y es así que este año una larga veintena de películas argentinas se desparrama por toda la grilla. Con sofacama abriendo el fuego en la función inaugural (el martes de la semana pasada) y dos representantes argentinas en competencia internacional (Los próximos pasados, que debuta hoy, y Agua, que lo hará el jueves), todas las miradas se concentran en la competencia dedicada exclusivamente a la última horneada nacional. Esta se compone de once títulos que, se supone, deberían permitir una mirada en perspectiva sobre el presente del alguna vez llamado Nuevo Cine Argentino (si sigue existiendo, si existirá e, incluso, si existió alguna vez, son cuestiones que se ventilan por estos días en varias mesas de debate del Hoyts Abasto).
A una cierta tradición del NCA (la de un cine de pura observación, hecho con los materiales de la realidad) responden, desde distintos ángulos y registros, tres de las películas vistas hasta ahora en esa competencia. Porno, El árbol y María y Juan (no se conocen y simpatizan) exploran las distintas relaciones entre lo real y lo ficticio, poniendo el acento en uno u otro de los componentes de esa relación. Segundo opus de Homero Cirelli (la anterior había sido Los Buenos Aires, vista en la edición 2005 del Festival de Mar del Plata), Porno lo hace desde un formato estrictamente documental, aunque elige testimoniar la producción de una ficción. Una película porno, para más datos. Actuada por los padres del realizador, El árbol, de Gustavo Fontán (que anda por los cuarenta y pico), elige en cambio una zona ambigua, en la que resulta imposible saber a ciencia cierta qué es lo documental y qué lo reconstruido. Segundo largo del muy joven David Bisbano luego de B (corta) –exhibida en la anterior edición del Bafici–, María y Juan es claramente una película de ficción. Claro que, en ella, el registro documental de Buenos Aires adquiere un carácter casi protagónico.
Porno es uno de esos documentales de puro registro visual, en los que la figura del narrador como productor de sentido tiende a desaparecer. Esto no sólo anula el relato off y cualquier información que no se desprenda de las propias imágenes sino que, además, la propia presencia de la cámara no es puesta en evidencia. Sí se ve en la película de Cirelli otra cámara: la del equipo que filma, en una quinta del Gran Buenos Aires, una película condicionada. El realizador parece haberse fijado límites estrictos, en los que no sólo el espacio aparece acotado sino también el tiempo: apenas unas horas de un día de verano. Ese condicionamiento autoimpuesto convierte la película en una crónica, en la que importa tanto el suministro de Viagra para un actor extenuado como la charla sobre bueyes perdidos durante el asado. Más allá de cierta obsesión de Cirelli por la vida microscópica (es posible contabilizar en Porno casi tantas moscas y hormigas como polvos fingidos), su película no sólo logra dar cuenta del contexto banal en el que se produce el género triple X. Además, se abre a momentos como aquel en el que un actor enumera las diferencias entre tener sexo con una vaca, una oveja o un porcino.
Se podría definir a El árbol como de impronta “perroneana”. Trocando la ya mítica Ituzaingó por Banfield, Fontán filma –como Perrone en Late corazón y La mecha– lo que le es más próximo (allí, el suegro del director; aquí los padres) y fusiona lo doc y lo fic, confundiéndolos en una sola masa. También como en Perrone, el conflicto central de El árbol es tan mínimo como doméstico: Mary y Julio se preguntan si talar o no una añosa acacia. Del seguimiento de las acciones cotidianas de la pareja (recibir a un vecino, dar una fiesta o simplemente charlar) se desprende una reivindicación de lo nimio. Aquello que, de tan cercano, el cine “normal” tiende a desechar. Claro que cuando se pasa a la ficción, este presupuesto puede dar por resultado una mera fotocopia de lo real, como tiende a ocurrir en María y Juan (no se conocen y simpatizan). Si en B (corta) Bisbano había logrado crear climas a partir de lo puramente visual (gracias, entre otras cosas, a una magnífica iluminación en blanco y negro), el pasaje al color no parece beneficiarlo, en tanto asimila la película a una reproducción mecánica del entorno. María y Juan se parecen, tal vez demasiado, a chicos “como vos y como yo”. Y si todo el conflicto de la película se reduce a saber si finalmente se darán cuenta de que esos que están parados en la misma esquina son él y ella (se habían contactado vía chat), es posible que el espectador sienta que son, en verdad, algo más lelos que “vos y yo”.
Opera prima del hasta aquí desconocido Sergio Mazza, producida con medios limitadísimos, la sorprendente El amarillo viene a contestar de qué otra manera el cine de ficción puede relacionarse con lo real, desde un lugar que no sea de sumisión sino de apropiación. Típico caso de película en la que lo que importa es la atmósfera, el tono y el tempo cinematográficos, antes que la mera transcripción de un guión preexistente, El amarillo narra la llegada y estadía temporaria de un forastero a un menesteroso pueblito del Litoral. Ese pueblito parecería reducirse a un burdel, que funciona también como pulpería, peña y meeting point de la zona. Lo rige Amanda, a la que la fabulosa Gabriela Moyano (deslumbrante descubrimiento del director) le da el aire sexy, majestuoso y solitario de una emperatriz en el destierro. Con grave timbre de contralto, Moyano entona milongas propias, casi tan espléndidas como ella misma. Ayudado por esa presencia y gracias a un tratamiento de luz y color anclados seguramente en su pasado de artista plástico, sabiendo siempre dónde colocar la cámara y por cuánto tiempo sostener el plano, Mazza aparece como uno de los grandes descubrimientos de este octavo Bafici. Convendrá seguirle los pasos de aquí en más.
Lo mismo puede decirse de Alexis dos Santos, director de Glue, que lleva como subtítulo Historia adolescente en medio de la nada. Subtítulo engañoso, en tanto puede llevar a pensar que es ésta otra de esas películas de adolescentes en las que no pasa niente. Cuando en realidad pasa, y mucho. La nada es en tal caso topográfica. Ganadora del Premio del Público en el Festival de Rotterdam, Glue transcurre en Zapala, Neuquén. Además de ser la ciudad natal del director (más tarde migró a Barcelona y Londres), Zapala está como cercada por el desierto. Combinando el digital con fragmentos en Súper 8, incluyendo un íntimo relato off a cargo del protagonista (después de Tatuado, Nahuel Pérez Biscayart se confirma como “el” adolescente por excelencia del Novísimo Cine Argentino) y trabajando cada imagen con fuertes tonalidades de color, Dos Santos logra despojar de todo cliché las estaciones clásicas de todo relato de iniciación: peleas con los padres, dudas identitarias, rock, largos paseos en bici y exploraciones sexuales a varias puntas. La palanca que le permite hacerlo es la del estilo, hecho de nervio visual, montaje entrecortado y saltos de raccord que comunican, con gran intensidad, la inestabilidad de ese mundo adolescente. Películas como El amarillo y Glue confirman que lo de Novísimo Cine Argentino puede no ser un mero slogan vacío, en momentos en que lo que alguna vez fue el Nuevo Cine Argentino tal vez haya bajado sus banderas para siempre.
(Porno se proyecta por última vez el jueves a las 11. El árbol, hoy a las 14.45. María y Juan (no se conocen y simpatizan), el jueves a las 13. El amarillo, mañana a las 15.15, y Glue (Historia adolescente en medio de la nada), mañana a las 11. Todas las funciones son en el Hoyts 7.)
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