MUSICA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Tan aislado como para enterarse así de tarde: mis vacaciones son vacaciones en toda la regla, al viejo estilo, sin mail y sin Internet, sin smartphone, sin tele y sin radio. Y la noticia llegó al viejo estilo, cuando al salir del desayuno me crucé con un diario tan uruguayo como los bizcochos recién devorados, y fue ver de lejos la foto de Luis y que el alma se agarrotara en un nudo temiendo lo peor. Y acercarse y confirmarlo y que el entorno de-sapareciera, el tiempo y el lugar se disolvieran y de pronto volver a estar frente a frente con Luis y su Ovation, y él cantando “Barro tal vez” y las lágrimas cayendo sin remedio y sin control.
Te volviste canción, Flaco.
Pero nosotros, Luis, qué hacemos nosotros ahora con toda esta tristeza. Sí, ya sé, es egoísta, pero viste cómo somos con los artistas que amamos, que nos dan tanto, que nos enseñan la belleza y nos estimulan la sensibilidad. No queremos que nos falten nunca, y nos vamos de vacaciones, pero sin dejar de cargar el iPod con los tres discos de las Bandas Eternas en Vélez, para que tengamos bizcochos y mate, pero también el indispensable alimento cultural, espiritual. A vos se te truncó la vida y tu familia está destrozada, y yo preocupado por cómo les explico a los pibes que de pronto, en medio de la relajación vacacionera, no puedo dejar de llorar. Ya sé, todo pasa. Todas las hojas son del viento y eso.
Es una obviedad pero habrá que repetirla igual: los artistas grandes, los verdaderamente esenciales, se van pero no mueren. Spinetta es presente continuo, Spinetta será siempre para mí –y para miles de miles– una serie de momentos eternos, anclados en la memoria y en el cuerpo desde mi preadolescencia: cantando “La herida de París” en un escenario altísimo en la cancha de básquet de Vélez, colándose en la tele con “Que ves el cielo”, argumentando que “Será que la canción llegó hasta el sol” en esas Barrancas de Belgrano de la flamante nueva democracia, ocupando con naturalidad el extrañísimo escenario de la discoteca Pinar de Rocha, en bolichitos, en teatros, en Obras, en el Luna (¡las guitarras robóticas del Flaco y Epumer en la presentación de Madre en años luz!), en esa ceremonia inolvidable de 2009, que hoy duele como despedida, como mutis por el foro: las Bandas Eternas en Vélez. Como si hubiera sabido que un año y medio después iban a darle una noticia devastadora, Luis nos regaló la noche más hermosa, felizmente interminable, la cumbre de nuestro fanatismo.
Spinetta no es sólo los eventos públicos sino el historial propio, lo que cada uno de no-sotros asocia a cada canción, el cuarto en penumbras con Kamikaze en los auriculares, cantar a los gritos “Me gusta ese tajo” para escandalizar a las viejas en la calle, el código secreto con dos amigos de fierro en plena ola Village People y Raffaella Carrá de los ’80 dictatoriales, el descubrimiento de que el rock podía alimentarse de infinidad de fuentes y así modelar otra cosa, un universo insondable, un mundo completo en la finitud de una frase de seis o siete palabras. Spinetta nos dio un abismo y ninguna instrucción, sólo la invitación a lanzarnos al vacío y descubrir y conocer y preguntar. Nos dio guerreros y sombras en los álamos, muchachas y rutas, serpientes viajando por la sal, azafatas del tren fantasma, cabecitascalesitas, jardines de gente, la sangre como pura borratintas que apaga todas las palabras. Nos dio una noción de arte desde cuando ni sabíamos a qué se le decía arte. Nos dio el gusto por el desafío.
Alto, flaco y con una guitarra roja.
No quiero ni recordar la mierda de estos últimos días. A los miserables se los comerá el olvido, y Spinetta es eterno. Ya era eterno antes, en plena salud; ahora que se ha vuelto canción, y que sus cuarenta años de carrera significan –Gloria Guerrero dixit– un río, un río de belleza, el torrente nos seguirá llevando y asombrando.
Al caer la tarde del miércoles, cuando la noticia asomaba en la Argentina, el cielo uruguayo se cargó de nubes negras. Finalmente, dejó caer un diluvio violento, furibundo, breve: un gesto rabioso de la naturaleza, los goterones reventando al compás, los árboles torciéndose recortados contra un cielo bajo y bello, hojas cayendo en suspensión. No lo sabía entonces, pero la poesía se estaba despidiendo, ella también, de Luis.
Y sin embargo acá está, todavía al lado nuestro, cantándonos, desatormentándonos.
Flaco querido, gracias por la magia. Y hasta siempre.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux