“(...) Y se acabó, hijo mío, ahora simplemente vamos a coger. Desnúdate.” “Apaga la luz de la lámpara.” “¿Temes que vea tu cuerpo? Empezamos mal.” Me desnudé y ella me miró con impudicia, devorándome. “Buen material, hijo mío. Sospecho que tendremos una tórrida, candente noche. Métete en la cama. Y prepárate para ver algo hermoso.” Se quitó la bata, debajo de ella estaba totalmente desnuda, perdí la respiración, al fin veía a una mujer como suele decirse que Dios arrojó al mundo a Eva, Jennifer tenía un cuerpo que merecía las tapas de Playboy y de todas las revistas calientes de América, país al que sería capaz de tener a sus pies si se lo propusiera, me deslumbraron sus tetas, no eran grandes, eran más bien pequeñas pero orgullosas, se erguían con desdén, y sus pezones eran rosados y toda su piel blanca y, como sus pezones, tan rosada en lugares privilegiados que me debí confesar algo: así esperaba que ella fuese. Nunca la imaginé de otro modo, no podía serlo. Apagó la lámpara, una claridad tersa entraba a través de la ventana abierta. “Lo primero que tienes que sentir, hijo mío, es el calor de mi cuerpo contra el tuyo. Todo debe empezar por ahí. Con la unión amorosa de los cuerpos. Porque han de ser los cuerpos los protagonistas de la fiesta. Entrégate al tuyo. Sé su esclavo. El te sabrá guiar (...).”
* Fragmento de Días de infancia leído por Feinmann en la presentación del libro.
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