Martes, 15 de mayo de 2012 | Hoy
TEATRO
En realidad fue la palabra la que entró en cuestión. No el autor. Y el autor, un necio que no quiso resignar el pomposo título de escritor, hizo causa común con las palabras. Y se desbarrancó con ellas. No advirtió que su destino era usar las palabras para ser dichas, no para ser leídas. Se puso del lado del libro cuando su lugar estaba en el bando del escenario.
Tampoco advirtió, pobre tonto, que la palabra pronunciada puede alcanzar su cumbre mayor. Porque sólo en el escenario la palabra aspira a ser grande estando ausente. Es el placer del subtexto, ese privilegio de los dramaturgos. El subtexto, que etimológicamente suena a categoría inferior de la escritura y que, todo lo contrario, es su pico más alto. La poesía del silencio.
Lo que debemos admitir es que el milagro de la palabra sugerida sólo es posible con la complicidad del actor.
Y el actor de nuestros días es incapaz de reverenciar nuestras palabras. Todo lo que podemos reclamarle es que no las traicione.
Pero no nos queda más remedio que convivir con ese señor que manosea nuestros textos fotocopiados como si fueran facturas de almacén, que privilegia sólo sus parlamentos propios, a los que marca con lápiz rojo, y que pasa por alto la acotación –¡nuestra acotación!–, ese último recreo que nos deja la literatura.
Pero ese señor es también el único que puede engrandecer, sin pronunciarla, la palabra irreemplazable. Aquella que imaginamos.
* Fragmento de Escribo para estrenar, de Roberto Cossa.
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