Yo amaba a Aída Luz. Si bien nunca trabajé con ella, le tenía una gran simpatía y una profunda admiración. Me divertía muchísimo con ella, era muy graciosa, una mujer con un gran sentido del humor y muy buena compañera. Se va una figura emblemática del cine argentino, una actriz de gran relieve, que realizó grandes éxitos. Tengo una gran pena, porque siento que se nos van yendo las grandes estrellas. Recuerdo especialmente La piel de zapa, una película que ella hizo con Hugo del Carril. Me debe haber impactado ese personaje que se convertía en bicha; ella estaba bellísima, una reina. Se mereció su estrellato por ser buena actriz, buena gente, familiera, incondicional hermana –Jorge y Aída fueron muy unidos–. Fue una mujer dichosa, contenta con la vida que llevaba y siempre tenía una sonrisa. Una vez, cuando fui legisladora porteña, le tuve que entregar una distinción y, como estaba enferma, se la llevé a la casa. La habíamos designado Mujer Destacada de los porteños en 2001. Recibió la distinción con emoción, con los ojos llenos de lágrimas. No se creía merecedora del premio, pero lo era; había sido elegida para llevárselo por unanimidad.

Trabajé con Aída Luz en Matrimonios y algo más en 1982. Después no recuerdo haberme cruzado con ella en otra oportunidad. Pero, por supuesto, la conocía como actriz desde finales de los ’60. Era una compañera fantástica, una mujer bastante compleja y una actriz completísima. Manejaba muy bien el humor y el hecho dramático. Fue una mujer que se hizo querer mucho y tenía un buen trato para con todos. Recuerdo su padecimiento allá por el ’83, cuando tenía, según decía, la culebrilla. La pasearon por muchos curanderos, porque los médicos no daban en la clave para sanarla. Padecía mucho porque le dolía el cuerpo hasta para ponerse la camisa; fue un momento de mucho padecimiento y sin embargo lo llevaba con mucha entereza. Ha dejado un reguero de mucho afecto. No se la puede tampoco dejar de asociar con Jorge, su hermano: eran muy unidos. Aída es un ser que hoy ingresa al recuerdo.