Jue 06.12.2012
espectaculos

PLASTICA

La luz y las tinieblas

› Por Alberto Petrina *

La desaparición de Eduardo Iglesias Brickles nos hiere y enceguece como un fogonazo. Arrebatado por una cruel y fulminante enfermedad, su muerte adquiere algo del perfil ominoso que tan magistralmente supo inscribir en su obra.

El arte impar que se le debe alcanza cimas y profundidades que sólo les están reservadas a muy pocos, y es en tal sentido que puede y debe ser ubicado en el nivel de los mayores creadores argentinos del siglo XX. Grabador extraordinario, y no menos extraordinario pintor, su maestría en ambas disciplinas alcanza la más alta expresión en sus xilopinturas. Es en esos tacos de madera iluminada que la austeridad del dibujo, la potencia primaria del color y la filosa limpieza del corte se resumen en una nueva forma, logrando una sintética y poderosa fusión.

Pero Eduardo excedía con mucho el dominio virtuoso de un oficio. Lúcido intérprete de la oscuridad nacional, supo captar como muy pocos esas tinieblas que ensombrecen demasiados ángulos de nuestra historia e idiosincrasia y que emanan de múltiples orígenes: la aislada geografía, el amasijo racial, la afiebrada violencia de hombres y proyectos contrapuestos. El haz con que iluminaba sus criaturas parecía provenir del flash enceguecedor de un reportero o de un reflector de sala de torturas; no resulta fácil, en cambio, percibirlas bañadas por la luz solar, a menos que uno pueda imaginar los rayos de un sol negro. Digno discípulo de la gran Aída Carballo, sus obras proponen una inquietante atmósfera en la que los personajes sobrenadan exhaustos y a la vez alertas, siempre amenazados por las pesadillas que el artista soñara para ellos.

Aunque no faltan en su visión las referencias a los mitos de tierra adentro, la esencia misma de su arte se encuentra básicamente unida al denso clima de la metrópolis. Sus despojados escenarios urbanos, que pudieran referir lejanamente a De Chirico, no tienen nada de la extática metafísica que ponía en los suyos el italiano; por el contrario, están imantados por una dinámica fulminante. Son sitios aptos para acciones subrepticias y salvajes, espacios arrasados por la urgencia, marcos que a duras penas sujetan la tempestad. En cuanto a sus habitantes, ellos ilustran tanto el endeble triunfo de los héroes como la rotunda mala suerte de los perdedores. La línea es muy estrecha y las criaturas de Iglesias Brickles –artistas, delincuentes, estrellas de rock, boxeadores, putas– la cruzan una y otra vez con paralizante indiferencia.

Y allí están asimismo aquellas cabezas suyas, esos cráneos flotantes que se separan del suelo, condenados a una soledad sin atenuantes. Desgajados del sostén de sus cuerpos y de la tierra protectora, quedan abandonados a la suerte de sus fobias, de sus obsesiones, de sus ideas insomnes. Esas cabezas nos señalan distintas facetas de un mismo infierno: fragmentos que no pueden ejecutar la prueba de imaginarse enteros; seres sin pertenencia ni identidad precisas; autómatas sin brújula. Sin duda Eduardo recreaba así nuestra crónica más reciente como metáfora (y tal vez haya sido también su manera secreta de exorcizarla).

Ahora que él se ha ido sin lugar a despedidas –como se decía antes, “a la inglesa”—, sólo nos resta seguir visitándolo en su obra y, más íntimamente, en el espejo siempre imperfecto del recuerdo. Será la única forma de revivir los cafés de tantas tardes de domingo en su taller de la calle Chacabuco, donde siempre había espacio para desencadenar apasionadas discusiones estéticas o políticas. Esos fuegos que tan bien supo encender Eduardo en su obra y su vida: para atizar la memoria, para extender hacia adelante el horizonte, para soñar despiertos.

* Profesor y arquitecto. Director nacional

de Patrimonio y Museos.

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