Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
TEATRO
¿Hizo terapia alguna vez?
–Un año. Fui en un año muy duro y me vino muy bien. La noche del ángel me interesó porque pienso que el psicoanálisis es un camino de salud, pero que no es la llave universal de la felicidad. Exige trabajo, paciencia, angustia, deterioro y dolor, y que uno se acepte los famosos fantasmas de mierda de adentro. Es destapar esa gruesa y pesada cobija que impide ser sincero, con uno mismo sobre todo. No en vano el autor toma a Ricardo III: era un tipo jorobado, deforme, con patas finas, gran guerrero, un hijo de puta, que decía: “Cuando me paro en la calle los perros me miran y se ríen”. Así compensa él: voy a ser un hijo de puta. No puede ser héroe, entonces es villano. Si no puedo ser la modelo número uno voy a ser una mentirosa. Hay compensaciones que van por el lado del mal, que a veces rinde mucho.
–¿La obra invita a ser más indulgentes con las propias fantasías?
–Más bien a aceptar los límites. La gente que no conoce el límite, sea en relación con la edad, el afecto, el dinero o lo que fuera, se enferma rápidamente. Lo que me gusta de la obra es que demuestra que ninguna materialidad puede hacerte persona si no te dan cariño. Te pueden dar buena comida, pilchas y casa, pero si no existís para nadie te morís. Eso es más viejo que la humedad. Y, curiosamente, antes de Freud no se entendía. Sí lo entendían los grandes dramaturgos, los griegos y Shakespeare. Sabían que el motor real de lo humano en términos de relación sigue siendo el cariño. Muy a menudo el tipo feo funda bancos o se hace mafioso. La compensación es una forma de pelear la vida con la herramienta que tenés. Cuando uno reconoce el límite, está más calmo y seguro, más persona.
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