Sáb 11.05.2013
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TELEVISION › OPINIóN

Están tocando nuestra canción

› Por Javier Daulte *

Para contar una historia (sea escribiendo o dirigiendo, o ambas cosas), el autor o el director trata de hacerse de herramientas dúctiles que lo ayuden a conducir el relato, concentrarlo, acentuar tal o cual aspecto dramático, acelerar ciertos devenires o retardar su precipitación. Claro, los personajes son herramientas, la trama lo es también. Pero hay también otros recursos narrativos: la voz en off, el narrador omnisciente, etc. Pero sin duda es la música una de las herramientas más generosas a la hora de completar el relato, sobre todo en el medio audiovisual. La misma escena musicalizada o no cambia su carácter por completo. Una mala musicalización puede arruinar un muy buen relato, mientras que una acertada elección de la música incidental puede mejorar notablemente una secuencia narrativamente pobre. La música es por lo tanto dramaturgia y su uso debe ser administrado teniendo en cuenta ese potencial.

Sin embargo, podemos dar un paso más allá de la utilización de la música incidental (esa que nos hace comprender que la secuencia es triste, graciosa, inquietante o aterradora, aunque no sepamos nada de lo que ocurre en la historia porque estamos haciendo zapping o porque tenemos la tele encendida mientras cocinamos). Se trata del fenómeno actual de incluir canciones (a la manera de covers) en medio de un relato supuestamente realista. Esto es: los personajes no son cantantes ni músicos (como sería el caso de la legendaria Fama o de la actual Glee), pero de pronto una música empieza a sonar no se sabe bien de dónde y los personajes cantan una canción cuyo contenido (letra y música) está enlazado con lo que se está contando. Se trata de una ruptura por convención. Es antinatural, inverosímil y muchas veces rayante con el ridículo. ¿Por qué funciona? Todo indicaría que una ruptura de esa naturaleza destruiría la ilusión. Tanto trabajo para volver creíble la historia, ¡y de pronto los personajes hacen algo que es un disparate!

En mi experiencia teatral he incluido momentos musicales en mis obras. En Nunca estuviste tan adorable lo hacía dos veces. En la primera los jóvenes de la familia preparan un playback con su correspondiente coreografía y lo ofrecen como un doméstico show a las señoras de la casa. Esa incursión tenía una perfecta justificación argumental. Los personajes ponían el disco, no disimulaban el efecto del playback, se equivocaban en la improvisada coreografía y todo era la mar de simpático (el tema era “My baby just cares for me”). La segunda vez (Runaway) no había justificación alguna y los personajes cantaban y bailaban al mejor estilo comedia musical (el playback se disimulaba y los errores en la coreografía se sufrían como corresponde). Con distancia de algunos años, el cambio de soporte y otras singularidades, en el caso de Para vestir santos, ocurrió algo similar. La primera vez que incluimos un musical fue un número en el final del cuarto capítulo en que las hermanas San Juan cantaban “Y todos me miran”. La secuencia estaba justificada a través de la trama: se trataba de un sueño de Male. A partir de entonces (no sé cuántos capítulos pasaron hasta que apareció el segundo musical) no nos preocupamos por la justificación argumental. Los personajes se ponían a cantar porque sí.

¿Por qué pueden los personajes ponerse a cantar de manera arbitraria sin hacer desaparecer la ilusión? Sospecho que mi respuesta a este interrogante es un tanto débil, pero no se me ocurre otra: porque ya se ha establecido un lenguaje. ¿Pero de qué depende que ese lenguaje se haya establecido y en qué consiste?

Cuando se comienza a contar una historia hay un elemento que quizá no terminamos de tomar en cuenta como es debido. ¿Por qué al espectador le va a importar lo que le pase al/los protagonista/s? El autor se encuentra en la dificultosa tarea de crear un valor. Dicho de otra manera: ¿cómo hacer para que el espectador quiera al personaje? Eso es algo que no depende de que el personaje sea un buenazo de la gran siete (los espectadores adoramos a los villanos). El tema es que lo podamos conocer. Que sepamos de sus zonas frágiles, de sus motivaciones, de sus agujeros afectivos. Cuando este conocer se empieza a dar, el personaje empieza a importarme. Y cuando al espectador le importa el personaje es que el milagro ya se ha producido: cree en él. La secuencia sería: conocer, querer, creer. Cuanto más creemos más permisos se habilitan. Es decir, podemos hacer cualquier cosa con el personaje: incluso que cante. La creencia ya está establecida, y la creencia es de las cosas más difíciles de romper que hay.

Lo más curioso de todo en relación con la inclusión de la canción es que esa ruptura en vez de resentir la realidad (en términos de realismo) de la historia, la refuerza. ¿Por qué ocurriría semejante cosa? Teniendo en cuenta de que hablamos de covers, es decir canciones que seguramente el público conoce, tendremos, como espectadores, algo en común con el personaje: esa canción que yo ya conocía de antes. Entonces, y curiosamente, ese recurso artificial que parecería romper el verosímil, vuelve más real, más concreto al personaje. Mirá vos, nos decimos, él conoce la misma música que yo. Se trataría de un mecanismo singularísimo de identificación. Es como cuando encontramos un común denominador con cualquier desconocido. Que de chico lo llevaron a Japón, que tenemos el mismo segundo nombre; que nuestras tías fueron juntas al colegio de chicas... Algo dentro nuestro nos grita: ¡No estoy tan solo; alguien, en algo, se me parece!

Aunque suene patético no deja de ser verdad (pensemos sino en el fabuloso éxito de las redes sociales). Después de todo, estamos todo el tiempo buscando algo en común con el otro; o dicho de otra manera, siempre estamos esperando que alguien cuente nuestra historia. O al menos que la cante.

* Dramaturgo y director de teatro y TV.

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