Lun 01.07.2013
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MUSICA › OPINIóN

Cultura y protocolo

› Por Diego Fischerman

Los protocolos son, por supuesto, arbitrarios y convencionales. Pero a ningún empresario, diplomático o funcionario gubernamental se le ocurriría concurrir a una cena sin haber averiguado primero el uso aceptado –en esa comunidad– de los cubiertos para pescado o de servilletas, copas y mondadientes. Y, desde ya, si fuera a la cancha por primera vez, se preocuparía por saber de antemano usos y costumbres, tanto en cuanto a la vestimenta adecuada como a las cosas que debería o no gritar en tal circunstancia.

Por algún motivo, la concurrencia a conciertos de música clásica no despierta en cierto sector social los mismos pruritos. Tanto en los conciertos organizados por el Colón, a los que concurre una profusa pléyade de invitados cercanos al partido gobernante en la ciudad, ligados a la política, la economía o la farándula, como en los del Mozarteum Argentino (con una notable diferencia entre los asistentes al primer ciclo, que incluye a los patrocinantes, y los del segundo, infinitamente más civilizados) se observan conductas que, de no ser realmente molestas para el público que concurre a escuchar música, podrían ser pintorescas y hasta graciosas, desde las toses y carrasperas que decoran cada pianissimo musical, y los celulares, que sus propietarios no juzgan necesario apagar, hasta sorprendentes botellitas plásticas de agua que, como si se tratara de un gimnasio, los yuppies del caso abren y cierran y manipulan durante el concierto. Y, obviamente, los consabidos aplausos fuera de lugar.

Se trata, simplemente, de una convención que, además, no es inmutable. En la época de Mozart se aplaudía después de cada movimiento e, incluso, en las partes de la obra que el público consideraba adecuado festejar. Pero hace unos ciento cincuenta años que no es así. Desde la cristalización de la idea de la obra musical como relato integrado, los aplausos se reservaron para el final. Bastaría como ejemplo el cuento genial en que la escritora Carson McCullers narra cómo la vida social de un empeñoso prohombre sureño se termina cuando aplaude al final del primer movimiento de una sonata de Chopin, en un concierto que, para colmo, había patrocinado. Ninguna de estas transgresiones a las normas de comportamiento convencionales durante un concierto son graves en sí. Y, por cierto, serían incluso saludables si se tratara de conciertos populares y revelaran la asistencia de un numeroso público nuevo. Pero, tratándose de un sector social que se jacta de su conocimiento y respeto de ciertas convenciones, sería deseable que ampliara su celo a las que atañen a la cultura. No estaría de más que el Mozarteum repartiera a sus invitados un instructivo al respecto. Y, de paso, también sería tiempo de que el Colón contemplara la posibilidad de inhabilitar, tal como se ha hecho en otros teatros del mundo, la señal de celular en su interior.

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