CULTURA › OPINIóN
› Por Silvia Schujer *
Transcurría mi primera juventud cuando la Feria Internacional del Libro que se hacía en el Centro Municipal de Exposiciones era para mí un montón de cosas: un buen momento para comprar libros valiosos, pero baratos en el stand del Centro Editor de América Latina; un lugar donde citarme con amigos y hablar de literatura, comiendo un choripán (ese aroma lo invadía todo desde la boletería en adelante); la conciencia de que el año definitivamente entraba en su plenitud y –cómo no– la posibilidad de ver en persona ciertos autores que venía leyendo. (A propósito de esto último: pasé años detrás de una columna espiando al novelista chileno José Donoso, sentado solo y aburrido en un stand, y no me atreví jamás a abordarlo para decirle cuánto me había gustado El lugar sin límites. Nunca, como cuando murió, me reproché tanto ese triunfo de la timidez.)
Cuando empezó la Feria del Libro Infantil yo ya era autora. Se había publicado mi libro Cuentos y chinventos y me habían invitado a firmar ejemplares en Colihue. Lo que más me impactó de ese debut fue cómo los chicos se me acercaban sin pudor ni buenos modales a que les firmara indistintamente libros, papelitos o cuadernos y a que les respondiera preguntas variopintas de cosecha propia –en algunos casos– o de rigurosa demanda escolar. Recuerdo haber pensado entonces que si yo hubiese tenido ese sano entrenamiento en la niñez, de joven habría esquivado la columna que me protegía y hubiera charlado largamente con Donoso. Quién me dice incluso que no haya sido ése el principal motivo por el que, a partir de entonces y durante los diez años que siguieron, formé parte de la comisión organizadora de la “Feria chica” (la del Libro Infantil), esta importante muestra de libros que hoy goza de buena salud pero que, hasta no hace mucho, hubo que defender de innumerables detractores.
Empieza una nueva edición. Me preparo para ir a firmar ejemplares en distintos stands, encontrarme con colegas que no veo hace mucho, recordar que este año tampoco van estar Gustavo Roldán ni Elsa Bornemann, hojear novedades, tomar algún cafecito y, por supuesto, charlar con decenas de lectores imberbes, muchos de los cuales ya son hijos de quienes me leyeron en su niñez (en este sentido, practico desde ahora una amable sonrisa para sobrellevar con dignidad esta prueba irrefutable del paso del tiempo). Y ya que del tiempo hablamos, estoy lista un año más para ir de paseo con mi nieta, comprar el libro que ella elija (el que –casi seguro– yo no elegiría) y regalarle también el que a mí me parezca mejor.
* Escritora especializada en literatura infantil.
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