Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
CULTURA
Fue, sin dudas, el trago más duro de la estancia en Ciudad Ho Chi Minh. Aunque hay varios museos dedicados a las guerras que asolaron Vietnam (y el que se dedica a la misma figura del líder comunista con que se bautizó la ciudad en 1975 abunda en datos al respecto), el Museo de los Restos de la Guerra concentra la mayor cantidad de visitantes, estimados en 700 mil personas por año. Situado en el distrito 3 de la ciudad eternamente cargada de humedad, es imposible no verlo: en sus jardines delanteros hay varios tanques, aviones y piezas de artillería capturados al ejército estadounidense, a los que se agregó una única estrella comunista. Es una módica, ínfima burla al orgullo made in USA, porque lo que puebla las salas del museo produce una honda tristeza. Hay infinidad de fotografías de reporteros de guerra tan célebres como Robert Capa o menos conocidos como el japonés Ishikawa Bunyo, que dan testimonio en blanco y negro de escenas inenarrables. Pero sobre todo el lugar se piensa como exhibición permanente de pruebas sobre las atrocidades cometidas por la nación norteamericana, con acento en los efectos producidos por toneladas de defoliantes y el tristemente célebre “agente naranja”: pruebas que no sólo tienen que ver con el pasado, sino con secuelas que siguen sufriendo hoy los habitantes de las zonas más atacadas. Es un momento difícil para el visitante: cualquier asomo de turismo light queda ahogado por una inevitable angustia.
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