Miércoles, 12 de julio de 2006 | Hoy
MUSICA › OPINION
Por Fernando D´addario
A diferencia de otros rockeros ilustres que construyeron su leyenda a partir de muertes escandalosas, Syd Barrett murió rodeado de paz y silencio. Para la historia fría del rock estaba muerto desde hacía 35 años; apenas necesitaba una certificación burocrática (ocurrida finalmente el viernes pasado y conocida ayer) para agregar su nombre al panteón. Sin embargo, en los pliegues de esa misma historia, Barrett tejió sin querer y sin saberlo, una sobrevida fascinante, que durante tres décadas se alimentó sobre la base de la ausencia y el misterio. Una mezcla de admiración y de morbo acompañaba a esos cientos de fans y periodistas que deambulaban por Cambridge en busca del milagro: ¡la aparición de Syd Barrett! Las conjeturas sobre los días y las horas del fundador de Pink Floyd no contemplaban esa trampa que suele ofrecer el tiempo: cuando pensábamos en Syd, aun conociendo su agonía melancólica, seguíamos “viendo” a aquel lunático poco más que adolescente que abonaba su talento con sobredosis de LSD. Mucho más que su muerte del viernes, lo que verdaderamente impactó a todos fue una imagen difundida hace unos años, que lo mostraba tal cual era: un señor mayor, cansado, calvo para colmo. Sólo la mirada extraviada lo redimía como ex rockero. Ese contraste, al que no se vieron expuestos ni los vivos (Jagger, con su caricatura juvenil) ni los muertos (Morrison, eternamente sex symbol) representa una de las grandes muecas del rock. Por un lado nos vamos volviendo viejos y decadentes, también un poco locos; por el otro, escuchar “See Emily play” o las canciones de The madcap laughs garantiza un transporte inmediato a otra frecuencia, imposible de conciliar con “la realidad”. La comprobación de ambas realidades –tanto como el recuerdo de Syd– pone la piel de gallina.
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