Lunes, 10 de marzo de 2014 | Hoy
LITERATURA
Ralentizó los movimientos a propósito en el segundo ensayo: planea hacer su sabotaje bien entrada la noche y sabe que eso, sumado al sigilo obligado, seguramente le quitará velocidad. Ahora ya lo sabe, viene de constatarlo. Tiene todos los pasos estudiados y cronometrados, pero todavía no sabe qué productos químicos usar para convertir a esos caballos en un despojo, una ruina. Imposible dar al menos con uno de los componentes de esa fórmula absurda, ahora entiende por qué el taxidermista no quería asistentes especializados. Definitivamente imposible, por más que lo volvió a intentar. Este lugar, no hay dudas, está arrasando por completo con su habilidad de adivinar qué es lo que está pasando por la cabeza del otro. Pensar que durante años fue la clave de lo que llamaban su carrera brillante, lo que hizo que la convocaran para las conferencias más interesantes y mejor pagas. Es cierto que, si se focalizaba en lo que alguien estaba diciendo, casi podía adivinar palabra por palabra lo que seguiría. Encerrada en su cabina, entraba en una especie de trance, y entonces escuchaba y a la vez adivinaba o captaba con anticipación telepática o se lo dictaban desde el más allá, nunca se preocupó por adivinar cómo es que le salía, pero le salía. En un par de ocasiones esa especie de don llegó a causarle miedo, una especie de vértigo, como si hubiese intuido desde siempre que ese mismo talento la conduciría en algún momento a un corte rotundo. Pero evidentemente ya no es tan infalible, todas sus estrategias de espionaje industrial fracasaron.
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