TEATRO › OPINIóN
› Por José María Paolantonio *
El clima de la prosa poética de Padre Carlos había calado profundamente en mí, y me dije: ¿Cómo diablos se puede hacer esto en un escenario sin herir la elevada calidad que tiene su poesía y la fuerza inserta en la acción física? A Pablo Razuk, fascinado con el texto de Cristina Escofet, le parecía una oportunidad ideal para jugarse y correr todos los riesgos. Estaba claro que íbamos a caminar sobre la cuerda floja hasta encontrarle el tono, el ritmo y la fluidez a una obra que era un enigma, aun cuando el personaje fuera conocido. Pensé en el espacio, y lo ampliamos disponiendo de forma distinta los asientos de la platea. Esto permitía un mayor desplazamiento del actor y de la cantante y una mejor ubicación para el cellista. Al estar más cerca del público se potenciaban climas, situaciones y estados, muchos de éstos al límite y simultáneos. Una muestra de la tensión casi permanente en la que vivía el personaje durante su saga existencial hasta su muerte. En esa misma línea, lo visible del escenario tenía que ser parco y adusto. Todo debía acontecer en los límites entre la realidad y la imaginación, escapando de un realismo demasiado preciso y cambiando el sentido de las cosas en distintos momentos. El mensaje era claro, pero cabía que fuera surrealista. La música era importantísima para subrayar la densidad de las situaciones, y las canciones (pocas) abrían y cerraban pasajes específicos. Cuando la puesta ya estaba delineada llegó Sergio Alem para ayudar a “parar” la obra con su creatividad musical.
* Director de Padre Carlos, dramaturgo y guionista de cine, director de teatro, cine y TV.
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