–¿Qué balance hace de su primer protagónico en TV?
–Cuando entré en Montecristo pensaba que en la tele una actriz se autodirigía, por la velocidad de trabajo. Que el director me dirigiera ya fue buenísimo. El elenco es sobrio en su sometimiento feliz a la situación. A veces, alguien dice que tal vez no necesite estar en una escena. Y no hay un afán yoico en busca del plano. El personaje me fue cómodo: la maternidad, la locura, el deterioro eran situaciones que ya había transitado en el teatro...
–¿Cómo contrapone su protagónico en Cuatro mujeres descalzas?
–En cine me tocó una mujer que pasa por ese gran estado desestabilizante que es el embarazo, sin saber si quiere o no tener a ese hijo, dándose ese permiso para irse porque es lo único que puede hacer. La solidaridad entre estas mujeres hace que se produzca algo que a algunas las abre y a otras las complica. La más esperanzada se termina cerrando; la más golpeada, más abierta. El personaje está jugando al tatetí y le preguntan si va a trabajar. Hoy no, dice. Y yo tampoco, le contestan. Hay en ellas una no-obsesión, una cosa no neurótica que a mi personaje le sirve como entrega.
–¿Le hizo falta la contención de una estructura narrativa más clásica?
–A raíz de que no soy alguien que escriba o dirija teatro, siento que mi desafío es venirle bien a la dirección.
–¿Quedó conforme con el resultado final de la película?
–La película podría haber tenido un peligro melancólico. Y sin embargo no sucede, se vuelve profunda y da su paso hacia algo más vital.
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