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Jueves, 1 de octubre de 2015

CINE › JULIáN D’ANGIOLILLO SIGUIó A LOS GRUPOS QUE HACEN PINTADAS POLíTICAS EN EL CONURBANO Y LOS ACCESOS A BUENOS AIRES

“No me interesa filmar la marginalidad per se”

Con Cuerpo de letra, el director devela los códigos de las “pymes” contratadas por partidos políticos para hacer pintadas y hace foco en Ezequiel, un auténtico artesano, además de integrante de una banda de cumbia y ocasional locutor de avisos de propaganda aérea.

 Por Ezequiel Boetti

Julián d’Angiolillo es director de cine, pero tranquilamente podría ser periodista. Y de los buenos, siempre y cuando decidiera informar con los mismos mandatos éticos y estéticos con los que filma: sin bombardear al espectador con datos, ni bajar línea, ni señalar con el dedo, ni buscar efectismos. Lo suyo es otra cosa: apuntar la lente a lo poco observado, hacerse cargo del carácter ajeno de su mirada, darle voz a los que no la tienen, y mostrar. Siempre mostrar, nunca decir y mucho menos concluir. Las conclusiones, en todo caso, son consecuencia de cada mirada. Así lo había hecho en Hacerme feriante, aquel enorme –por calidad y alcance– documental acerca de los usos, costumbres y dinámicas de la Feria de La Salada, y ahora en Cuerpo de letra, que después de su paso por la Competencia Argentina del último Bafici y varios festivales nacionales e internacionales, se verá desde hoy en el BAMA Cine Arte y desde el próximo domingo en el Malba.

El segundo film de este egresado de Artes Visuales del IUNA sigue –en el sentido más literal y menos intrusivo del término– a los batallones que noche a noche inundan los murallones del conurbano y de las principales arterias de acceso a la Capital Federal con pintadas políticas, todo en vísperas de las elecciones de 2013. Ese mundo cargado de coordenadas reales, que permiten establecer puntos de contacto con Hacerme feriante, se entrevera con mecanismos propios de la ficción. Así, con el correr de los minutos, el relato empieza a centrarse Ezequiel, un auténtico artesano de la disciplina del agua, la cal y los pinceles, además de integrante de una banda de cumbia y ocasional locutor de avisos de propaganda aérea. “Hace unos años hicimos un trabajo en Tecnópolis que se llamaba Antrópolis. Era una instalación plástica visual que buscaba ser una suerte de reverso o contracara de toda la cuestión tecnológica que había ahí. Para eso empezamos a usar muchísimos medios de comunicación que tenían que ver con el conurbano, y ahí aparecieron los pasacalles y las pintadas políticas. Conocimos a algunos de los cooperativistas que las hacían y enseguida me dije que ahí había algo”, recuerda el realizador.

–¿Qué fue ese “algo” que vio?

–En principio, la necesidad de entender una serie de códigos. Todo el tiempo pasamos por esos accesos y vemos las pintadas, pero uno se siente como anestesiado. Yo también soy dibujante, así que empecé a ver cómo firmaban, los diferentes logos, las distintas tipografías, y me interesó.

–¿Cómo fue el proceso de investigación?

–Empezamos por acercarnos a grupos militantes. Primero nos entrevistamos con Los irrompibles, que son la Juventud Radical, y también con el movimiento 17 de Noviembre, más vinculado a La Cámpora, y gente del Partido Obrero. Pero en algún punto veía en ellos una convicción política a la hora de pintar que hacía que todo se subsumiera a ese ideal. En cambio, cuando empecé a descubrir que había muchísimos grupos, que en su mayoría son los más expertos y los que mejor pintan, que trabajan casi como una pyme, sentí que eso era algo mucho más novedoso, y poco retratado y reflexionado. En ese contexto conocimos a Ezequiel, un tipo muy talentoso, dibujante y también músico, al que le gustaba la cámara, cosa que era necesaria porque después de Hacerme feriante, que era una cosa más coral y sobre un lugar, tenía ganas de hacer algo más estrecho con los personajes. Me gustaba la idea de que el espacio fuera algo mucho más disuelto, que esas autopistas que uno puede reconocer no importen tanto como la textura del mobiliario urbano y de toda la parafernalia urbanística hecha en función del tráfico. Son espacios inhabitados a escala humana, pero ellos sí lo habitan.

–Usted habla de una lógica “pyme”. ¿Qué le interesaba de esa lógica empresaria por sobre la militante?

–Algunos amigos me han observado, casi como un reproche, que no usé militantes. Pero en realidad me parece que, como dije antes, es una lógica bastante retratada y sobre todo autorrepresentada. En general, a ellos les gusta mostrarse pintando. Uno puede encontrar muchísimos videos y fotos en la web de eso. Estos grupos, en cambio, sacan fotos como una forma de testimoniar los trabajos y poder cobrarlos: hacen lo suyo, sacan la foto y se la mandan al cliente por Whatsapp, porque es muy común que al rato pase otra banda y la tape. Las paredes son agredidas continuamente por las pintadas. Hace poco estuve con Ezequiel y me contaba que va todos los días al Puente Pueyrredón, un lugar donde, sobre todo en un contexto de campaña electoral como el de ahora, las pintadas duran muy poco. Creo que esa idea de “pyme” tiene mucho que ver con el crecimiento de partidos como el PRO, que tienen una lógica más cercana de consignación o delegación de trabajos que en otros partidos son hechos por los militantes. En Capital, por ejemplo, domina Patita, que es el grupo que le hace las pintadas al PRO. Pero no terminé trabajando con él porque me interesaba más el límite entre Capital y la Provincia de Buenos Aires.

–¿Por qué?

–Porque tiene algo de la escala que lo hace enorme. Por ejemplo, el viaducto de la primera escena es en Villa Domínico. Capital es mucho más chico y hay menos paredes disponibles, en provincia seguirá habiéndolas por años porque el control del espaci es mucho menor.

–Una de las escenas claves muestra una “batalla de pintadas” por quedarse con la General Paz, a partir de la cual podría pensarse que los grafitteros son los eslabones más débiles de la guerra discursiva y simbólica que atraviesa la Argentina. ¿Ellos son conscientes de su condición?

–No, son conscientes de las negociaciones entre ellos. Era muy gracioso porque a veces se dividían las paredes, y los de Massa se quedaban con la de Provincia y los de Macri con la de Capital. Uno a veces dice que el primer cordón del conurbano es una continuidad de la Capital, pero la General Paz tiene una marca territorial muy fuerte y todos hablan de ella como el gran enclave de las pintadas políticas. Esa escena fue algo que encontramos. Terminamos yendo sólo porque iban ellos.

–La aparición de Freddy, un locutor de anuncios publicitarios, rompe con la lógica del universo retratado. ¿Qué buscó con su inclusión?

–Me parecía interesante tener un contrapunto de la cosa terrenal que tienen las pintadas políticas, además de lo que es el día y la noche. Freddy hace propagandas aéreas, así que el aire y el sonido juegan un papel importante, y dan una impronta muy del conurbano y de la idea del barrio, porque la propaganda aérea está prohibida en Capital.

–Tanto Hacerme feriante como Cuerpo de letra abordan fenómenos conocidos por gran parte del público, pero cuyas lógicas de funcionamiento son un enigma para quienes no están dentro de ellas. ¿Siente algún interés particular por esas cuestiones?

–La verdad es que no es algo deliberado ni un método, pero algún interés debo tener para llegar a esos lugares. Lo que sé es que ninguno de los casos me interesaba la idea de la marginalidad per se, que ella tuviera un peso propio y se construyera un relato a su alrededor. En ese sentido, me parece que está bueno ver cómo envejece Hacerme feriante, siento que es útil para descifrar algo de la feria. En este caso estamos hablando de personajes envueltos en un tema más ríspido como la rebarba de los métodos de la política. Ellos son las terminales nerviosas de esos métodos. De alguna forma, los chicos de la brigada terminan estando muy expuestos a accidentes y riesgos físicos sin que haya una situación formal que los proteja. A los militantes no los vas a ver pintando en algún extremo, casi siempre lo hacen en lugares seguros. A mí me gustaba ese golpe. He conocido lugares gracias a que ellos iban a pintar. Ahora tengo ganas de hacer cosas por fuera de ese mundo.

–Hacerme feriante tenía una mirada más distanciada de lo que mostraba. Aquí, en cambio, al adoptar el punto de vista de Ezequiel, se percibe un involucramiento mayor. ¿Buscó establecer un relato más empático?

–Siempre me gustó la idea de buscar personajes. Me parecía interesante la idea de una trama sencilla que sirviera casi como una excusa para contar esas vivencias. Quería representar el mundo de las autopistas, esa idea de enjambre que muchas veces no se percibe desde un auto. Toda la cuestión ficcional la filmamos en una segunda etapa, después de lo que era más puramente documental. No sé si la idea era generar empatía porque no es un guión clásico, pero sí entrar a la película de una forma más ficcional que envuelva más al espectador. De lo que sí estaba seguro era de que no quería algo que encuadrara directamente con el cine observacional. Siento que se transformó en una fórmula muy utilizada y aquí era posible caer en eso. Bah, en realidad no tanto: no había muchas posibilidades de imponerles a los chicos un modelo. No me sentía cómodo con esa forma de acercarme, me parecía que era desde el confort.

–Tal como ocurrió con Mauro o varios exponentes emblemáticos del Nuevo Cine Argentino, Cuerpo de letra presta una atención muy particular a la forma de hablar de sus personajes. ¿Hizo algún trabajo particular para “escuchar a la calle”?

–Exceptos los textos de Freddy, en general eran todas pautas generales y ellos hablaban coloquialmente. No hubo imposiciones de mi parte en ese sentido. Después, hubo un laburo de edición de sonido bastante minucioso para determinar qué sacar y qué no. De golpe había mucho texto confuso, así que dejamos solamente lo que fuera relevante.

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“Los chicos de las pintadas son las terminales nerviosas de los métodos de la política”, dice D’Angiolillo.
Imagen: Pablo Piovano
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