Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
CULTURA
Entrar en Etiopía es ingresar a una realidad paralela. Para empezar, fue uno de los poquísimos países africanos que resistió con éxito la colonización. Tiene su alfabeto particular, gastronomía propia, castillos medievales e iglesias de piedra que dejarían sin respiración al arqueólogo más curtido. Por otra parte, fue la cuna de Haile Selassie, el profeta de los rastafaris. Pero hay más. En esta república –tres veces más pequeña que la Argentina– se apiñan casi 97 millones de habitantes que hablan decenas de lenguajes, y casi todos ellos dirán que viven en el año 2008, porque se rigen por otro calendario. De ahí que actos simples, como tomar un café o comprar un billete de colectivo, se conviertan para el viajero en un curso de etnografía.
Los horarios también son diferentes. Los etíopes habitan en la línea del Ecuador, lo que implica que los días de invierno y verano tienen más o menos la misma duración. Por eso simplificaron: cuando sale el sol, arrancan la cuenta. Así, si pasó una hora desde el amanecer, es la 1. El mediodía corresponde aproximadamente a las 6. Cuando se pone el sol, el cálculo arranca otra vez de 0. En consecuencia, “nos vemos a medianoche” se dice “nos vemos a las 6”. Coordinar una cita puede ser pesadillesco.
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