CINE › DANIEL BURMAN HABLA DE EL REY DEL ONCE, SU NUEVO LARGOMETRAJE “TENGO LA PULSIóN INFANTIL DE QUERER CONTAR ALGO”
El cineasta reconoce en su nueva película “una continuación de cierta dialéctica padre-hijo, el tema de la filiación, de la circulación del nombre” y señala que “por omisión o por acción la familia determina todo lo que somos y nuestra cosmovisión del mundo”.
› Por Oscar Ranzani
El nuevo largometraje de Daniel Burman, El rey del Once, tiene un doble debut: se estrena hoy en la Argentina y mañana abre la Sección Panorama del Festival de Berlín, certamen que en 2004 le permitió ganar el Premio Especial del Jurado por El abrazo partido y un Oso de Plata a Daniel Hendler como Mejor Actor. Y no sólo por esto su nueva película es un volver a los orígenes, al cine que lo catapultó a ser uno de los grandes exponentes de la generación del 90 en la Argentina, con proyección internacional. Con El rey del Once, el director vuelve a filmar en el barrio donde creció, epicentro comercial de la comunidad judía, aunque en las últimas décadas el Once se ha convertido en un lugar para comerciantes de otras nacionalidades. Y su nueva película es también un volver a los orígenes porque es más cercana no sólo en términos de producción sino también en su esencia a la trilogía que conformaron Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia. Claro que esto tal vez fue de manera inconsciente. Burman coincide con esta apreciación porque “todo parece como un máster plan y, en realidad, uno va haciendo lo que puede, lo que desea y lo que las circunstancias ajenas a uno la van permitiendo. No tengo una hoja de ruta como director. No tengo ni idea de cuál es el próximo paso. Y después todo pareciera tener algún tipo de sentido u orden”, comenta uno de los máximos exponentes del Nuevo Cine Argentino.
Burman sorprende cuando dice que estaba frente a un dilema antes de filmar El rey del Once: “Era un momento de la vida en el cual me había aburrido bastante de mi cine y no sabía si dejar de hacer cine o empezar de vuelta. No tenía bien claro cuál de las dos cosas era más importante. Y primó el deseo de empezar a hacer cine de vuelta. De recuperar algo que había perdido que tiene que ver con esa pulsión infantil de querer contar algo y que no te importe nada ni cómo ni cuándo sino tener esa necesidad imperiosa de querer que el otro te escuche lo que querés contar”, explica.
Como si fueran pocas las coincidencias, otro de los aspectos que marcan un regreso de Burman a sus orígenes radica en la elección de los actores: todos tienen trayectoria pero no son las grandes estrellas que convocó en sus últimas películas. Alan Sabbagh es Ariel en la ficción, un joven que se fue a vivir a Estados Unidos buscando un futuro promisorio como economista y que pega la vuelta a la Argentina, más precisamente al Once, donde su padre, Usher (Usher Barilka) maneja una fundación que se dedica a ayudar en los aspectos más importantes y cotidianos a judíos necesitados. Desde el momento en que habla por teléfono con su padre, Ariel se irá “entrenando” en las necesidades que tiene que atender, a veces con menos entusiasmo del que se esperaría de un hijo que regresa. Pero también queda claro que las ayudas de Usher son para los demás pero no tanto para su hijo, tal vez porque el trabajo en la fundación lo absorbe. Y éste es uno de los dilemas que plantea la historia. Por supuesto que Ariel no estará solo en la tarea, ya que su padre lo conecta con una chica religiosa, Eva (Julieta Zylberberg), que no habla.
–¿En qué se parecen y en qué se diferencian, de acuerdo con su mirada, El rey del Once y El abrazo partido?
–Es difícil para mí. Soy muy mal analista de mis propias películas. Las veo y me agarra pudor. Yo creo que es una continuación de cierta dialéctica padre-hijo, el tema de la filiación, de la circulación del nombre, de la construcción de la paternidad, tópicos que me han interesado desde siempre, incluso antes de saber lo que era ser padre. No diría que hay una evolución, pero tiene otro paso, otro ritmo y otra mirada, evidentemente más adulta, no necesariamente más madura, que tiene que ver con el propio paso del tiempo que yo he experimentado.
–El mundo del Once que refleja esta película parece distinto del que mostró en El abrazo partido. ¿Usted lo ve así?
–El Once que yo veo no existe más o no existió nunca, pero de alguna manera yo intento reconstruirlo cada vez que vuelvo con una película. En ésta entré en el Once profundo, el del Abasto, del universo kosher, de las calles donde se asienta el judaísmo más ortodoxo.
–¿En qué se diferencia este Once que registró del que vivió en su infancia?
–El que viví en mi infancia era el de mi infancia. Ya no lo es más. Uno deja su infancia en algún lado y vuelve añorando que todavía esté. Puede ser en un pueblo, en una casa, en un campo. Yo la dejé ahí en el Once y cada vez que voy trato de encontrarla o reconstruirla, que es casi lo mismo.
–¿Cómo fue el rodaje en un barrio que le trae muchos recuerdos pero que, a su vez, es muy ruidoso y caótico por el movimiento comercial?
–Cuando filmás en un lugar así no podés querer modificar la realidad. Tenés que llegar y decir: “Bueno, ¿cómo está esto hoy?”. Tenés que cabalgarla, subirte sobre la realidad a ese ritmo. Es como si llegaras con un metrónomo y tuvieras que detectar cuál es el ritmo “de hoy”. Y el rodaje tiene que seguir ese ritmo. En cuanto vas más rápido o más lento la realidad de un lugar como Once te fagocita. Es imposible filmar queriendo detener la calle o controlar. Cualquier deseo de control es inútil. Hay que abrazar la incertidumbre y sumarse al ritmo interno del lugar.
–Si bien los actores que trabajan en El rey del Once tienen su trayectoria, esta vez no convocó a grandes estrellas como protagonistas. ¿Cómo elige a los actores? ¿De qué aspectos depende la elección?
–Ultimamente elijo personas con las que un día de lluvia compartiría un taxi. Con el tiempo, cada vez me cuesta más escindir lo humano de lo profesional y trato de compartir mi tiempo con personas que tienen ciertos valores y que los días de rodaje me van a hacer feliz. Es tan sencillo como eso. Y que, además, sean buenos actores. Existen personas que reúnen todas esas características. Y en este caso, tanto Alan y Julieta como el resto son actores extraordinarios. Y sobre todo, está el tema de la intensidad. El tiempo me ha hecho cada vez más reactivo a la intensidad. Me cuesta atravesar un camino tan complejo de rodaje con gente demasiado intensa. La vida es intensa. Entonces, ser intenso tiene algo de empalagoso. Y a mí me gusta andar lo más liviano que puedo. Me cuesta muchísimo. Por eso me gusta compartir el rodaje con cierta liviandad.
–Decía hace un rato que algo que distingue toda su filmografía es el tema de la familia. ¿A esta altura es una obsesión o una marca autoral?
–No, no es una obsesión. Somos producto de una familia e intentamos formar una familia, por más que reneguemos de eso. Tampoco es una visión moralista o tradicionalista. Por omisión o por acción la familia determina todo lo que somos y nuestra cosmovisión del mundo. Con lo cual, evidentemente, no hay muchos otros temas que no sean “la familia”. Todas las películas son películas de familia. Los westerns y las películas de acción, de alguna manera, son películas de familia: tipos que huyen de su familia, construyen una familia, sufren consecuencias de una familia, realizan grandes proezas para volver a atraer un padre, una madre, un hermano. No es un invento mío ni mucho menos. No encuentro otras temáticas atractivas.
–Y dentro de ese gran tema también ha trabajado mucho la relación padre-hijo. ¿Por qué en este caso el padre está fuera de campo?
–Es un padre que preparó todo para no estar. Y quizás ésa es la mayor presencia. La construcción deliberada de una ausencia paterna me parece fascinante porque un hijo no puede luchar contra esa ausencia paterna premeditada que hace que el padre esté en todos lados. Me parecía una paradoja muy atractiva que no suele darse en el universo femenino de las madres con los hijos.
–Usted dice que el padre está en todos lados y eso parece remitirse a la figura religiosa de Dios, de algún modo...
–Bueno, sí, son variaciones sobre un mismo tema.
–¿Cree que hay algo de culpa en el personaje de Sabbagh, que no puede decir que no en la dinámica de trabajo que le impone el padre?
–No, yo no creo que haya culpa. Son todas las contradicciones que tenemos entre rechazar nuestro origen y querer volver para entender qué somos, rechazar nuestra historia y necesitarla para construir la identidad. Esa dialéctica de rechazo-aceptación es la que atravesamos para ser lo que somos. Me parece que es un camino que todos, de alguna u otra manera, pasamos.
–¿Por qué decidió centrar la historia en una fundación? ¿De algún modo quiso mostrar un contraste en alguien que ayuda a los demás pero que le cuesta hacer lo mismo con su hijo?
–Exactamente. Está la paradoja de aquellos personajes que pueden salvar a todo un mundo, que pueden dominar todo un universo, salvar una patria, una nación y ese tipo de entelequias y no pueden ayudar a un hermano, a un hijo o a su madre. El mundo está lleno de esos ejemplos, que me parecen tremendamente atractivos. Y tiene que ver con que es mucho más difícil involucrarse con lo más íntimo, lo más personal, lo más cercano y es mucho más fácil escaparse a salvar el mundo.
–En ese sentido, ¿es un dilema moral el que plantea la película en cuanto a ayudar a quien uno quiere o a quien debe?
–Claro: ¿ayudar a quien uno elige redime de no ayudar a quien uno debe? A mí me parece que no. Pero de todos modos, está la película para plantearlo y poder discutirlo.
–¿Por qué es difícil encontrar maldad en los personajes que usted crea?
–No, tienen maldad, pero yo tengo piedad de ellos, que no es lo mismo. Tienen maldad, pero hacen lo que pueden, como todos nosotros con la vida. Salvo algunos ejemplos muy tristes de la historia, en general, somos todos malos y buenos. Y hacemos lo que podemos con las herramientas que traemos al mundo, que siempre son las equivocadas. Necesitamos un destornillador y nos trajeron una llave allen (risas). Pocas veces tenemos las herramientas que necesitamos para resolver nuestros dilemas morales, nuestras necesidades emocionales. Hacemos lo que podemos, pero eso no implica el perdón inmediato o la excusa porque uno puede salir a buscar la herramienta de otro o cambiarla, pero sí hay que entender que el otro hace lo que puede. Y en ese intento de hacer un poco más de lo que puede, en ese pequeño esfuerzo es donde pongo la mirada. Es una mirada bastante piadosa.
–Si bien sus películas generan emociones, ¿el cine es para usted una forma de reflexionar?
–Si no me emociono cuando termino de escribir un guión no filmo una película. La reflexión tiene que ser posterior a una reacción emocional. La reflexión sin emoción me aburre profundamente. La reflexión es lo que uno usa para diluir la emoción y no quedarse atrapado en la melancolía. Es un escape de la emoción. Es como decir: “Hasta acá llegamos, cambiemos de tema, reflexionemos un poco”. Pero siempre tiene haber primero una reacción emocional.
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