Miércoles, 25 de mayo de 2016 | Hoy
MUSICA
El rey del swing
Su padre no les hablaba mucho, pero los hermanos Clementi aprendieron a temerle al invierno: junio parecía despertar algo muy sombrío en el viejo, quien día tras día subía a lo más alto del Faro Artiglio y esperaba a que los nubarrones oscuros se amontonaran en el horizonte. Así, cuando el oleaje de los Acantilados de la Bestia se volvía violento, los chicos sabían que su padre bajaría del faro y les contaría la historia.
–”El rey del swing”, me llamaban –afirmaría el viejo, desempolvando antiguas fotografías y relatando historias de grandes bandas, mientras su sonrisa se iba desencajando.
El final de esos episodios sucedía cuando la tormenta tocaba tierra; entonces don Averno Clementi abandonaba a los chicos y subía hasta el balcón del Faro Artiglio a retar el temporal con sus mejores pasos de swing.
Muchas veces, mientras crecían, los hermanos Clementi comentaron a solas lo aterrador que resultaba mirar cómo su padre pasaba de la austeridad más opaca a una excitación brutal, trágica.
Aquel año la sudestada llegó a mediados de julio y, como lo temían, el rito de las fotos, de anécdotas empapadas de euforia, sucedió. Pero los hermanos dejaban de ser niños y el viejo pareció notar cierto escepticismo en su mirada; entonces, para probarlo, hizo que lo siguieran cada tramo hasta la punta del faro.
Los niveles de la torre se sucedieron uno a uno y cuando alcanzaron la vidriera los hermanos Clementi reventaban de terror. Sin embargo, aquello no fue suficiente: su padre, por la fuerza, subió con los chicos a la cúpula misma del Faro Artiglio, del lado que daba al ancho mar, con los Acantilados de la Bestia a sus pies.
Bajo la tempestad, en oscuridad absoluta –tan sólo con el destello del faro–, Juan miró a su padre sostenido del pararrayos apenas de una mano, tomándolo a él con la otra y a Solo hincado a su lado, aferrado de sus piernas. Nunca olvidaría cómo logró soltarse de su padre ni que, siendo apenas un año mayor que su hermano, logró cargar a Solo en sus brazos para huir escaleras abajo.
–¡Regresen, malparidos! –gritaba don Averno Clementi– ¡Estoy bailando!
El rostro de Solo, más de bebé que de pibe, temblando de terror en aquella cornisa fantasmal, quedó tatuado en la memoria de Juan para siempre, detonado algo muy extraño en su percepción.
Su padre jamás se lo perdonó: don Averno Clementi y su hijo Juan no se hablaron más ni siquiera con señas.
* Fragmento de La Salvación.
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