Jueves, 2 de junio de 2016 | Hoy
CINE › RAúL RUIZ CONTó CóMO ENCARó EL CANTO DE CISNE DE SU PROFUSA FILMOGRAFíA
El cineasta chileno falleció en 2011 a los 70 años, víctima de un cáncer descubierto mientras filmaba la magistral Misterios de Lisboa. “Como sabía que podía ser mi última película, el que debió haber sido un pastiche ganó en patetismo”, aseguró.
Aunque su furor por filmar era tan corrosivo que no debería extrañar la aparición sorpresiva de películas previas o posteriores (de hecho, existe una posterior, oficial y reconocida, llamada La noche de enfrente), se conviene en considerar a Misterios de Lisboa el canto del cisne del chileno Raúl Ruiz, fallecido en 2011, a los 70 años. En un conteo siempre tentativo, tratándose de una obra que se ramifica casi al infinito en cortos, medios y largos de ficción y no ficción filmados en distintos países para cine y televisión, a lo largo de cuatro décadas, “se conviene en considerar a Misterios de Lisboa” (tratándose de Ruiz, la fórmula se impone) el opus 117 de este santiaguino universal. Fue Paulo Branco, el productor portugués largamente vinculado con él e invitado del Bafici en abril pasado, quien le hizo llegar en 2009 un guión basado en el casi homónimo novelón decimonónico del portugués Camilo Castelo Branco (ver recuadro). A Ruiz le pareció perfecto y puso manos a la obra, planteándose una película muy larga para los cines (266 minutos) y una miniserie aun más larga para la televisión (seis horas).
Fue entonces cuando, recién comenzado el rodaje (aunque debería hablarse de grabación, teniendo en cuenta que el formato utilizado fue el HD), el realizador de Palomita blanca y El tiempo recobrado sintió fuertes dolores hepáticos y se enteró de que eran debidos a un tumor. Había que operar, pero las chances de salir vivo de la operación eran de un 50 %. Ruiz decidió entonces filmar en lugar de operar. “El cirujano me decía que el tumor era atípico e inclasificable, yo le contestaba que lo mismo decían de mis películas”, contaba el realizador chileno más famoso, con un sentido del humor que no se doblegó ni ante las peores circunstancias. “Sin embargo, todas las tardes después de rodar, me enfrentaba con la idea de que ésta podía ser mi última película, por lo cual el que debió haber sido un pastiche ganó en patetismo”. Recién después de terminado el rodaje o grabación, Ruiz se sometió a la operación que requirió más tarde de un trasplante. Sobrevivió un año más. En un caso de unanimidad infrecuente, tanto los conocedores de su obra como los que no están de acuerdo en considerar a Misterios de Lisboa una obra maestra, categoría cada vez menos habitual en el cine.
–¿Cómo fue que decidió filmar Misterios de Lisboa?
–Me lo propuso Paulo Branco. Estaba filmando en Chile y me hizo llegar un guión escrito por Carlos Saboga, que me gustó mucho. Me mandó también los tres tomos de la novela. En realidad, yo quería filmarla ya antes de leerla, porque lo que quería era filmar un folletín. Siempre me atrajo ese lado arborescente de los folletines del siglo XIX. Lo que me gusta de ellos es su disponibilidad narrativa. Nada se abre ni se cierra del todo. Los personajes que se creían muertos reaparecen. Es un género de reaparecidos. Pero en este caso debía ser un folletín parsimonioso, que tuviera el tiempo del siglo XIX. Un tiempo que tenía que ser lento, lánguido… un tiempo muerto, si se quiere.
–¿Estaba familiarizado con la obra de Castelo Branco?
–Había leído su novela más famosa, Amor de perdición, Las noches de Alamego, y un libro que tiene sobre la ópera. Los misterios de Lisboa toma su título de Los misterios de París, un folletín popularísimo de la época, aunque no tiene nada que ver con él. Es una novela coral, con multitud de personajes y llena de peripecias y lamentos: hay pasajes en los que los personajes lloran hasta tres veces por página. Es curioso porque los portugueses lloran mucho. Los hombres lloran mucho en Portugal, es lo más normal del mundo. En medio de una conversación, de pronto se hace un silencio y alguien se larga a llorar. Nadie dice nada y se retoma la conversación, como si tal cosa.
–Si se acepta que Francia es su segunda patria, ¿puede decirse que Portugal es la tercera?
–No podría ni querría numerarlas, pero lo que puedo decirle es que después de treinta años estoy bastante familiarizado con la cultura portuguesa. Portugal es como Chile, pero mejor. Hay una forma de melancolía que compartimos. Dicen que la saudade es la melancolía de las cosas que no sucedieron. En cuanto a la película, yo quería que fuera hablada en portugués. La lengua portuguesa tiene un ritmo que puede permitirse ser errático, porque la gente es así. A veces, en medio de una conversación hace largos silencios. En una escena de Misterios de Lisboa logré hacer un silencio de un minuto, lo cual en cine es bastante. Es un silencio tan largo que el personaje que vino a comunicar una noticia se da media vuelta y se va.
–¿Qué criterio siguió para la adaptación de la novela?
–Básicamente, tomarme en serio todo lo que se cuenta, aunque la acumulación de peripecias y el exceso de lo que se llama anagnórisis (el descubrimiento, por parte de los personajes, de lazos de parentesco que habían permanecido ocultos) puedan parecer ridículos para una sensibilidad contemporánea. Pero en la novela son patéticos, ya que Castelo Branco vivió la mayor parte de las cosas que cuenta. Ingresó a un convento, se escapó con una monja, practicó la guerrilla como soldado.
–¿Desde un primer momento se planteó que Misterios de Lisboa sería una película y una miniserie?
–Sí, pero lo que hay que ver es la película. La versión para televisión es más folletinesca, más paródica, más lineal. La hora de más que tiene la serie incluye una subtrama que concierne al personaje más popular de la novela, Anacleta, una vendedora de bacalao envenenado a quien no pude mantener en la película, y lo lamento. Pero cuatro horas y media ya eran mucho, había que cortar.
–¿La película siempre se pensó con un intervalo entre la primera y la segunda parte?
–No fui yo quien lo decidió. Se tomó en cuenta la edad de los espectadores. Se estimó que la mayoría tendría más de 50 años, así que tendrían que ir a hacer pis en el medio. No es que esté en contra de un entreacto, pero si uno la ve de un tirón, la película gana una especie de borrachera, producto de la acumulación de ciclos narrativos. Tal vez habría que organizar funciones sin intervalo para menores de 50…
–Hay en Misterios de Lisboa un personaje cuyas transformaciones superan a las del conde de Montecristo.
–Sí, el padre Dinis, que antes de ser cura fue libertino, vagabundo y soldado, entre otras cosas. Si hay un misterio en Misterios de Lisboa, ése es él. Sus transformaciones generan efectos narrativos que nos liberan de técnicas que se podrían llamar “a la americana”: el drama moderno con una estructura en tres actos y un conflicto central. Me interesa tanto su pasado que quiero filmar una precuela de Misterios de Lisboa, que se llamaría El libro negro del padre Dinis.
–A diferencia de sus films más recientes, en los que muchos objetos del decorado aparecían en primer plano, aquí entre la cámara y la escena hay grandes espacios vacíos. ¿Qué lo llevó a filmar de esa manera?
–No lo sé. En principio, un rechazo por los primeros planos, que se han vuelto banales. En Bergman, el rostro se convertía en un paisaje. Pero un paisaje expresivo. Pero de tanto abusar del plano/contraplano, los primeros planos se volvieron tan inútiles como los paisajes de los malos westerns. Por otra parte, el digital de alta definición es ideal para captar imágenes a distancia con gran detalle. No tanto para planos cortos. Si un productor de Hollywood hubiera visto el “crudo” de las filmaciones diarias de la película me habría preguntado dónde estaban mis primeros planos. El decorado de Misterios de Lisboa termina siendo un personaje. O muchos personajes, ya que son muchos decorados distintos.
–Cuando se hace un film de época como éste, ¿las referencias pictóricas son ineludibles?
–Yo también me lo pregunto. Lo que puedo decirle es que en el caso de Misterios de Lisboa, el sentimiento de época está dado fundamentalmente por la percepción del paso del tiempo. Es un tiempo dominado por la nostalgia, el pasado, la fascinación por la muerte, incluso una determinada retórica reaccionaria. El plano-secuencia, el lugar que los actores ocupan en el plano hacen que la duración sea distinta. Debía haber una tensión interna, y esa tensión tenía que provenir de los elementos incluidos en el plano. Para eso se requerían espacio y duración.
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