ARIEL WINOGRAD, UN DIRECTOR BAJO SU PROPIA LUPA
› Por Julián Gorodischer
El buen cronista es traidor. Lo decidió Ariel Winograd el día en que se puso a revisar su propio nido y detectó los vicios públicos de una comunidad privatizada en plena década menemista. Se enchastró como hijo díscolo del country El Ciervo, aceptó caer en el mismo fango y formuló una tesis controvertida: que se repiten como comedia los hitos de lo que antes fue la tragedia del pueblo judío (el ghe-tto, la pureza sanguínea, la segregación). La sentencia, tal vez, podrá sonar algo excesiva, pero la gracia está en otro lado: Ariel Winograd, el “cara de queso” en cuestión (Sebastián Montagna), narra su propia iniciación como adolescente judío sin huellas visibles de otras narraciones mitificadas sobre un judaísmo cool.
Winograd mira hacia atrás y renuncia a mantener las formas: su responsabilidad como cronista zumbón le impone hacer visibles los peores acuerdos de convivencia. Se ven: la megalomanía de querer impartir una justicia autónoma (ante el episodio que inicia Cara de queso en el que un compañerito es meado por otro), la comprobación de que esa justicia será siempre corrupta en sintonía con el tiempo histórico, el engaño en el matrimonio y la amistad y, lo que es peor, el tedio como regla para familias, vecinos, esposos, barritas de amigos. Si en Fanáticos (su ópera prima) proponía un documental sobre fans variopintos (de Michael Jackson a Sandro) e inauguraba el tonito de antropólogo cimarrón que mejor le calza, en Cara de queso cambia el rol de testigo por el de autobiografiado. En el camino, un director se ubica bajo su propia lupa.
Deja intencionalmente afuera al que desconoce códigos y situaciones de unos pocos habituados a esos rostros y esas voces, golpea al corazón del country en el que rodó su historia, agrega su propio calvario de perdedor, marginal en los senderitos del country constituido como universo autónomo. Y se equipara a las criaturas de su escarnio. A la señora Felman (Susú Pecoraro) que seduce compulsivamente a los nenitos, el señor Garchuny (Federico Luppi) demasiado afecto a la natación para su edad, la señora Lili (Mercedes Morán) que hostiga a su propia hija hasta hacerla dar lástima. Su difícil misión es revisitar el cliché judío para narrar sin contemplaciones a la “desesperada por casarse” (Julieta Zylberberg) y el “manoseador de shicse” (mucama), recabar en el mal gusto en la vestimenta y en la música (consagrando a Sergio Denis como ídolo local), llamando a sus criaturas con sus nombres reales levemente alterados hasta terminar de dar forma al gesto de provocación. Demasiado cifrada, codificada y para pocos, Cara de queso propone –a cambio– una inquietante posibilidad: que en la basura (el rejunte de figuras, el pastiche de temas, los resabios de una época negra, los peores rasgos de una comunidad cerrada) también haya una forma de belleza.
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