CINE › UNA INTENSIDAD CASI HIPNOTICA
› Por Horacio Bernades
“Para qué esperás, si no va a venir”, le rezonga Cándida a Ramón mientras se bambolean en la hamaca. En un claro del matorral, Cándida y Ramón esperan. Esperan la lluvia. Que no viene, por más que el cielo se encapote, retumbe, refucile. Esperan que la perra de su hijo deje de ladrar, y sin embargo lo sigue haciendo. Esperan, sobre todo, que el muchacho vuelva de la guerra, aunque da toda la sensación de que eso no sucederá. Simplemente con eso, con la espera de un hombre y una mujer, Paz Encina (Asunción, 1971, formada en la Universidad del Cine que dirige Manuel Antin) colocó a su país de un solo golpe en el mapa cinematográfico. Revelación del último Festival de Cannes, Hamaca paraguaya –único largometraje de ese origen producido en los últimos treinta años– ganó allí el premio de la crítica internacional y termina resultando una de las más rotundas sorpresas de esta flaca temporada porteña. Dos actores, un par de decorados y quince planos fijos: único modo de filmar la espera y que esa espera se sienta. Hasta gozarla, más que padecerla.
Lo absolutamente particular y por completo universal, lo históricamente fechado y lo intemporal, lo que de tan preciso se vuelve abstracto, son los órdenes que Paz Encina conjura en Hamaca paraguaya, con la intensidad casi hipnótica que una mirada obstinadamente fija permite alcanzar. En la primera escena, esa en la que la mujer y el hombre se instalan en la hamaca para dar inicio a un diálogo disperso y extendido, tan hecho al hábito como a la extrañeza, está contenida ya la película toda, sus tiempos se diría que infinitos y sus contadísimos espacios. Es una mañana de otoño, el calor no termina de irse aunque debería, la lluvia no termina de venir aunque amenaza hacerlo y el hijo no termina de volver aunque se lo anhela inmensamente. Cándida y Ramón esperan, mientras esperan conversan y mientras conversan una cámara los observa, quieta y a distancia.
En un guaraní que suena tan entrecortado y gutural como una lengua asiática, los intercambios verbales entre Cándida y Ramón evocan el movimiento de la hamaca: un bamboleo suave y permanente, un pendular que no tiene fin. Una y otra vez vuelven sobre lo mismo: el hijo ausente, la guerra, la perra, el calor y la lluvia. Encina coloca la cámara a gran distancia y allí la inmoviliza largamente. Cómo podría ser de otra manera, con ese calor, esa pereza, esas cosas que nunca llegan. Al cultor del vértigo le convendrá mantenerse al margen. El espectador curioso recibirá, en cambio, un regalo tras otro. El primero es poder sentirse por una vez en medio de la selva, aguzar los sentidos, oír ruidos lejanos, disfrutar los silencios, hamacarse en el fraseo musical de la mujer y el hombre. Gentileza del notable director de fotografía Willi Behnisch (de Extraño y Parapalos) y de los sonidistas Guido Beremblum y Víctor Tendler, ese ámbito limitado llega a hacerse subyugante.
Un espectador sin prejuicios descubrirá de a poquito datos que habían quedado encubiertos y le permiten adentrarse más a fondo en ese mundo. Descubrirá que todo transcurre un 14 de junio y que la guerra a la que marchó el hijo es la del Chaco, en la que Bolivia y Paraguay se enfrentaron por el control de un pedazo de selva. Teniendo en cuenta que la guerra está por terminar, el año tiene que ser 1935. Por lo que se ve, ese año de 1935 podría ser también el 2005. La película de Encina habla de una segunda forma de quietud: la quietud histórica, que hace que un país permanezca prácticamente inmóvil a lo largo de casi un siglo. El espectador atento oirá también cómo el hijo de Cándida y Ramón se despide de ambos, en una suerte de doble flashback auditivo que tiene lugar en sendos planos simétricos y sucesivos.
Ese flashback heterodoxo marca el pico emocional de una película que, en contra de lo que la extrema quietud podría hacer suponer, posee una alta carga dramática y emotiva. Carga dada no tanto por lo que se ve como por lo que no. Ese elemento esencial que en cine se conoce como fuera de campo, y que permite la existencia de un mundo más allá de lo que la imagen muestra, está construido aquí con una precisión y delicadeza absolutamente infrecuentes. Pero hay una segunda palanca que hace que Hamaca paraguaya crezca en emotividad, y es el modo en que la película progresa visualmente. Secuencia a secuencia se va pasando –de modo tan suave e imperceptible como todo aquí– del largo plano general al primer plano. Este sobreviene, matemático, en el momento de mayor emotividad.
Es también allí cuando el espectador percibe lo que hasta entonces la distancia le había impedido: Cándida y Ramón no están exactamente hablando. Al menos, cuando lo hacen no mueven los labios. ¿Se trata de diálogos recordados, imaginados? ¿De una forma de comunicación no verbal o de un simple desfase, que nos recuerda que en la película de cine la banda de sonido y la de audio se registran por separado? Tal vez sea simplemente una forma de respetar el silencio, de hablar sin quebrarlo del todo.
8-HAMACA PARAGUAYA
Paraguay/Argentina/Francia/Holanda, 2006.
Dirección y guión: Paz Encina.
Fotografía: Willi Behnisch.
Sonido: Víctor Tendler y Guido Beremblum.
Intérpretes: Georgina Genes y Ramón del Río.
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