Después de los escritores españoles, los colombianos están entre los autores más publicados en la Argentina, al menos en los últimos cinco años. A los ya consagrados Gabriel García Márquez, Laura Restrepo y Fernando Vallejo, se fueron sumando Jorge Franco, autor de Rosario Tijeras; Mario Mendoza, con Satanás; Santiago Gamboa, de la mano de Los impostores; Efraím Medina Reyes, y la frescura y desprolijidad de Érase una vez el amor, pero tuve que matarlo y Técnicas de Masturbación entre Batman y Robin. Hace unos meses estuvo “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana”, Tomás González (se editaron en el país dos de sus novelas, Primero estaba el mar y La historia de Horacio) y el año pasado Marco Schwartz (El salmo de Kaplan), entre otros. Buena parte de los relatos y los protagonistas son oscuros, áridos e incluso transgresores. Sus imágenes nada tienen que ver con sacerdotes que levitan, sino con habitantes de una clase media citadina pegada a sus aparatos de televisión. Los personajes mueren en actos de terrorismo, no por el efecto de plagas bíblicas. Las imágenes de las masacres del ejército o guerras civiles son sustituidas por escenas de explosión de bombas en el centro de la ciudad, de violaciones impunes, de crímenes callejeros, de ajuste de cuentas entre narcos. Un crítico colombiano calificó a estas nuevas novelas de “narraciones abruptas, pero poéticas; narraciones patéticas pero hermosas”.
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