MUSICA › OPINION
› Por Ricardo Kaliman *
De entre las figuras centrales a lo largo de las nueve lunas de Cosquín, y esto no sólo en la actual edición, sino desde hace ya algunos años, el Chaqueño Palavecino es el único que se presenta decididamente vestido de gaucho y que, aunque amparado por una amplificación acorde a las exigencias que corren, apela a una sonoridad básicamente acústica y “tradicional”: guitarra, violín, bombo y bandoneón. ¿Es el último bastión de un empecinado conservadurismo? Resultaría complicado defender a ultranza esta interpretación, apenas se tenga en cuenta la multitud que llenó la plaza Próspero Molina la noche del jueves pasado, y las que vienen llenando los distintos escenarios en los que se presenta el Chaqueño.
Alguien puede insistir, y no le faltarán argumentos estadísticos, en que ese vestuario y esa sonoridad (a los que cabría agregar otros rasgos menos precisos, pero igualmente significativos, como la armonización y la vocalización) son signos de un pasado que el curso irreversible de las transformaciones culturales va volviendo cada vez más residuales. Pero entonces habrá que explicar qué es lo que sigue dándoles esa capacidad de convocatoria, cuál es la vigencia en el presente en la que siguen teniendo sentido o, seguramente, adquiriendo nuevos sentidos.
Descartemos las apocalípticas versiones de la industria cultural como la manipuladora omnipotente y unilateral de subjetividades fácilmente maleables. La industria no impone sobre la nada, y cuando, a veces, parece que en cierta medida logra hacerlo, tiene los pies de barro, y sus relativos éxitos se desmoronan rápidamente. Los productos duraderos de las industrias culturales son siempre resultados de una negociación con apetencias realmente activas, a las que, aun a riesgo de malentendidos, podríamos rotular de “auténticas”. Por otra parte, buena parte de los seguidores del Chaqueño, en una dimensión que no estoy en condiciones de precisar, pero que puedo razonablemente intuir como significativa, aportan económicamente en un grado mínimo al mercado discográfico.
Yo llamaría la atención sobre lo que podríamos llamar el “criollismo creíble” del Chaqueño Palavecino. Mucho se ha escrito sobre las maniobras de ciertas elites que se autoerigieron en representantes de la etnicidad criolla durante la primera parte del siglo XX y desarrollaron su propia mitología que, en última instancia, servía para legitimarlos en el poder social y político. Tal vez esas ficciones de representatividad han declinado inexorablemente, pero sus símbolos siguen siendo punto de referencia para una difusa identidad criolla popular. El Chaqueño Palavecino adopta esos símbolos, y sobre esa base, produce guiños. Para quienes participan de sus presentaciones, su entrega física, su emoción, su humor, son tan ciertos y tan familiares, que ningún símbolo, ni viejo ni nuevo, podría desmentirlos.
* Investigador del Conicet en el tema “Identidades e industria cultural en el folklore moderno argentino”, autor del libro Alhajita es tu canto. El capital simbólico de Atahualpa Yupanqui, profesor asociado de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán.
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