Martes, 24 de abril de 2007 | Hoy
OPINION
Por Juan Sasturain
La primera vez –de las dos veces– que vi a Milo Manara fue en las callecitas de Vitoria-Gasteiz, la capital de Alava y del País Vasco, a mediados de los ’80. Un editor verborrágico y alevosamente persuasivo, el soriano Ernesto Santolaya, inventor del sello Ikusager, había planeado un álbum de comics con el tema de los derechos humanos y convocado –con éxito– a autores de Europa y América. Eran seis historias. Me tocó escribir el guión de la historieta que hizo Alberto Breccia y compartimos el índice con el gran Will Eisner, el castizo Hernández Palacios, la dupla matrimonial Goetzinger-Mora, la hispanoargentina Juan Giménez-Fernández Cava y el ya por entonces famosísimo Milo. Mirando hoy el álbum, la mejor historia es –lejos– la suya, Mors tua, vita mea, una alegoría feroz con ingrediente feminista sobre la ambigua condición del artista ante los poderes y prejuicios de turno, basada en un episodio de la vida del Veronese. Del dibujo, ni hablar; pero la construcción del relato –en sólo ocho páginas– es formidable.
En ese fin de semana en la otoñal Vitoria, a Manara lo entreví taciturno y casi evasivo. Hacía frío y se paseaba, tano del norte, pintón y elegante, con largo sobretodo y bufanda, algo distante, una estrella consciente y sin concesiones. Pero nada frívolo, pese al Clic ya vigente.
La segunda vez que lo vi fue algo muy lindo, inolvidable para mí. Habrá sido un par de años después, o algo menos. Queríamos publicar algunos de sus trabajos cortos en Fierro –Moebius, Pratt y él serían los únicos extranjeros en ese primer tramo de la revista– y aproveché un viaje de garrón a Italia para, previo acuerdo epistolar y telefónico, contactarlo. Salí muy temprano de Milán, donde me aguantaba José Muñoz, a conocer Venecia –serán doscientos kilómetros– y me bajé del tren a mitad de camino, en la bellísima Verona, donde me esperaba Manara en la estación. Me quedé charlando con él durante dos cervezas y lo que tardó en pasar el próximo local. En ese rato conversamos, arreglamos todo.
Estuvo cordial y charlatán. Hablamos de su laburo, de la Argentina, de su admirado Pratt, homenajeado desde el libérrimo H.P. y Giuseppe Bergman. Intuyo, con la perspectiva que da el tiempo, que nuestro país –que no conocía– formaba parte de la mitología americana cultivada por Hugo, El Tano mayor, y que vincularse con nosotros era una forma de participar de esa experiencia fabulosa. Así fue todo muy fácil: le publicaríamos todas sus historias cortas –esas escuetas y a veces herméticas obras maestras de no más de seis páginas–, le pagaríamos lo que podíamos (me acuerdo: 40 dólares la página) y no lo cobraría, sino que prefería que se lo depositen en una cuenta en Buenos Aires. Llegado el momento, el verano que eligiera darse una vuelta por la Patagonia, usaría esa guita. No sé si lo hizo (ni si cobró alguna vez).
Después, nunca más. En los años siguientes, Manara se dedicó a parecer y a aparecer. Se hizo cada vez más famoso y milliardario (como dicen allá) al ritmo regular de sus sucesivos álbumes eróticos de línea impecable y efecto previsible. Una elección que no dejaba de producirnos cierta (envidiosa) melancolía, cierta (culposa) incomodidad. Hasta que llegó aquel Verano indio con la increíble secuencia muda inicial de varias páginas y –secreta y públicamente, de lejos y hasta hoy– hicimos las paces con su inmenso talento.
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