OPINION
› Por Luis Bruschtein
La semana de Bergman en el Lorraine era una fija de los ’60 y después siguió en los ’70. Era para ir a sudar en la butaca. El caballero de las Cruzadas jugando una partida de ajedrez con la Muerte tratando de encontrarle un sentido a la vida. Imposible irse a dormir después de ver El séptimo sello. Obligatorio y necesario el café con ginebra en La Paz o el Politeama, el Ramos o La Giralda para exorcizar los demonios que despertaban en la sala oscura del cine y trituraban el cerebro. “¡Qué lo parió!”, primer comentario antes de arriesgar una idea revolviendo el azúcar todavía con las pupilas llenas con las escenas alucinadas de la peste en la Europa medieval.
Y después, las películas del sueco daban para hablar toda la noche y los días siguientes sobre la vida, la burguesía, el existencialismo, el marxismo y lo que viniera en bolsa, hasta el peronismo. En todas las mesas se hablaba de lo mismo tratando de descular el significado de esas imágenes o situaciones densas y apabullantes. Dos cuestiones llamativas: esas discusiones, que tenían poco de románticas, podían terminar fácilmente con los interlocutores en la cama, por angustia, pasión o lo que fuera. Y la otra es que Bergman hablaba de la incomunicación y provocaba diálogos interminables. En El silencio, con esas dos mujeres, hermanas, en un hotel lleno de enanos y todos hablando en un idioma inextricable, hay partes en que no se entiende un pomo, la gente bufaba o se retorcía en los asientos y algunos se levantaban y se iban al diablo. Tanta incomunicación daba para hablar días enteros.
En una época donde el canon tenía que ver con lo literario, lo inteligente-reflexivo-inquisitivo o lo profundo, Bergman fue uno de sus exponentes más altos en el cine. Los críticos lo convirtieron en el gran director de películas “inteligentes”, lo cual seguramente no era su intención. Ganó fama como director difícil y mucha gente se intimidaba con sus películas, directamente las descartaba y otros iban a verlas como un desafío para la sesera o para ponerse el traje de culturoso, con lo cual se perdían de disfrutar de un lenguaje bellísimo sobre sus propias vidas. El canon viró ahora hacia la lógica menos literaria y reflexiva y más vertiginosa de la imagen. A una persona condicionada por el lenguaje del cine hollywoodense, con una narración objetiva, de acción, las películas de Bergman pueden resultarle soporíferas. El nuevo canon asesinó al Bergman de los ’60 y ’70. Muchos de los que ahora van al cine no entienden cómo antes había gente que pudiera soportar semejante ladrillo. Filosofar sobre la muerte o el sentido de la vida resulta “melanco”. Y ni hablar de perder el tiempo en el café.
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