LITERATURA › OPINION
› Por Esther Diaz *
Un choque de fuerzas cósmicas e intensidades deseantes. Rugidos, gritos, vaginas desfondadas, anos desgarrados, incesto, parricidio, autoerotismo, banquete caníbal, crimen ritual. Sin ternura, sin amor. Sólo la compulsión del deseo en estado puro. El fiord de Osvaldo Lamborghini es una alegoría posmoral en la que se disuelve la corrección política convocando a la pesadilla. Un vigoroso festín de crueldad barroca. En el relato evocado, la violencia sexual hierve en el mismo caldo que la violencia política. Lo pornoerótico palpita desde la esencia del poder y se refleja en una estética de cuerpos pringosos, mutilados, vejados. Tajos y más tajos. Todo lo penetrable chorrea. Las palabras-cuerpos de Lamborghini remedan e intensifican las de “El matadero” de Esteban Echeverría. Sangre, política, carne, cortes, genitales, crueldad. El sentido siempre se produce entre choques de fuerzas y tiene su lógica. No es algo verdadero ni falso, simplemente acontece. En El fiord el sentido repta por términos brutales con irrupciones de deleite estético. La intensidad de la narración se mete por los ojos del lector y eclosiona en su subjetividad hollándolo por dentro y arrastrándolo a un recinto de parodia político-sexual. Se regodea con términos al vesre, militantes, cultos, vulgares: caca, culo, poetas ingleses, concha, marxismo, troden, moco, revolución, mierda, guerra, pija, hombre con hombre, pueblo, sabol. La variación de los registros significantes promueve oscuros simbolismos.
Los nombres de los personajes también mutan, intercambian sus letras, y evocan agrupaciones o personas: CGT, Vandor, Perón, Frondizi. La ambigüedad de las palabras, las relaciones carnales y los derrapes de fluidos remiten a avatares políticos. Dos manos cercenadas de un cuerpo compiten por imponer la derecha o la izquierda. Un glande se refriega contra la costra de un talón, hay cabellos con excremento, testículos reventados, uñas desgarradas. Máscaras desplazándose del lugar de la enunciación. Lamborghini, con voluntad de producir lo múltiple, devela un momento de la historia argentina con significación abierta. En la escena del parto, el Loco Rodríguez –desnudo y con un látigo arrollado a la cintura– planta los codos en el vientre de su mujer que grita horrorizada. Oportunidad que aprovecha para partirle la boca de un puñetazo mientras le pega latigazos en los ojos, como a un caballo empacado. Los demás miran, algunos se calientan. El Loco palea la diarrea que inunda la catrera. El óvalo fetal se asoma y se retrae como asustado por la furia del afuera. El retroceso estimula la cólera del inminente padre que sube sobre la parturienta y la somete a un coito violento mientras le estrella el cráneo contra el respaldar. A su alrededor se desata un descontrol generalizado. El retoño quiebra las columnas penetrando en un mundo mucho más estrecho (y caótico) que el anterior. Pronto se unirá a la orgía. Por ahí una vagina sonríe y, al final, se encolumnan todos en una manifestación.
* Filósofa y escritora, autora de El himen como obstáculo epistemológico y Entre la tecnociencia y el deseo.
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