TEATRO › LA CARRERA DEL DIRECTOR
› Por Alina Mazzaferro
En 1983, en pleno festejo por el retorno de la democracia, Claudio Hochman y Caleidoscopio se lanzaron a la calle para hacer teatro. En una época en la que las expresiones artísticas poco convencionales habían quedado adormecidas por la dictadura, Hochman y su equipo llamaban la atención, copando Parque Centenario, plaza Lezama y las zonas balnearias durante el verano. “Eramos desenfrenados, hacíamos cosas delirantes”, se acuerda el director. “Un verano nos fuimos a Córdoba, a una casa abandonada que tenía la madre de Mariana Briski, que estaba en el grupo. Me llevé catorce personas a vivir a esa casa, instalamos un sistema de luz hecho con latas y robamos la corriente de la calle para conectarlo. Mandaba a los actores a los pueblos para que consiguieran, con un volante barato, un espacio para poder hacer el espectáculo y auspicios de los negocios.” También recuerda la experiencia en Villa Gesell: “Los martes y los jueves, en un anfiteatro natural en el medio de los médanos, cantaban coros. Nosotros fuimos a pedir un lugar pero nos dijeron que lo utilizáramos los días en que estaba vacío. Pero nadie iba a ese lugar cualquier otro día; entonces íbamos con zancos a la playa por la mañana para repartir volantes”.
El desopilante grupo llegó a los oídos del director del Teatro San Martín, Kive Staiff, quien invitó enseguida a Hochman a participar de la temporada de 1988. “Es que los espectáculos estaban bien, había mucho juego del teatro dentro del teatro, mucho quiebre. Kive quería ver primero qué hacíamos y nos propuso montar algo para la fiesta del teatro de fin de año, en 1987. Armamos Mercie, un espectáculo en el hall en el que nos hacíamos pasar por franceses porque creíamos que así nos iban a poner más dinero en la gorra”, se ríe Hochman. Además, para ese mismo evento, cortaron la calle Corrientes con una murga temática e invadieron la entrada del San Martín con un “musical dark”. Al año siguiente, el desafío fue trasladar las técnicas del teatro callejero al escenario de la sala municipal. Así se originó La comedia de las equivocaciones, una versión del texto de Shakespeare en la que los actores hacían malabares y tocaban música en vivo. Luego llegó Cyrano, de Edmond Rostand, la pieza que consagró a Hochman y le permitió entrar a Europa por la puerta grande, luego de que un productor lo invitara a montarla en Lisboa con actores portugueses. “Con Caleidoscopio ya habíamos ido a Europa pero de forma delirante. Mandábamos cartas a los festivales y nos invitaron a uno en Yugoslavia. Compramos el Eurailpass y viajamos por Italia, Francia y Dinamarca, haciendo teatro en la calle y pasando la gorra. Lo de Cyrano, en cambio, ya fue algo más serio”, repasa el director.
A este éxito le siguieron La tempestad de Shakespeare (1996/2002), El Señor Puntila y su criado Matti de Bertolt Brecht (2001), ambas en el San Martín, y algunos musicales: La nona (2001), basada en la obra de Roberto Cossa; Sinvergüenzas (2000), sobre la película Full Monty; Shakesperiando (1998), sobre diversas obras del autor inglés, y las producciones de Alejandro Romay El violinista en el tejado (2002), El zorro (2000) y Las alegres mujeres de Shakespeare (1999), inspirada en Las alegres comadres de Windsor. Hochman también trabajó junto a Alejandro Dolina, Pipo Pescador, el grupo musical para niños Caracachumba, el cuarteto de saxos Cuatro Vientos, el elenco oficial de la Comedia Cordobesa y el grupo de teatro experimental Caos de Bahía Blanca. Mientras tanto, el teatrista pasaba cada vez más tiempo en Portugal y España, donde estrenó alrededor de 40 obras entre 1997 y 2007. Entre sus últimos trabajos se encuentran los montajes de la zarzuela de José Serrano La dolorosa, en el Monasterio de Valdigna en Valencia; Sueño de una noche de verano y Cuentos de Shakespeare, ambas en el Teatro Nacional de Lisboa. En 2005 formó la Shakespeare Women Company de Portugal, compañía con la que trabaja en castellano y que se presenta principalmente en España, con la que ya concibió Julietta (2005), Príncipe Fim (2006, sobre A buen fin no hay mal principio) y Homlet (2007).
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