Me acuerdo dónde estaba y en qué circunstancia cuando leí una producción especial sobre el lanzamiento del tal Harry Potter. Y recuerdo cómo me llamó la atención que un diario le dedicara tanto espacio a un libro para chicos. Después, cada vez que un nuevo tomo de la saga estuvo a punto de salir, los autores nacionales fuimos sistemáticamente convocados a opinar sobre “el fenómeno”. Debo confesar, incluso, que si entonces leí Harry Potter y la piedra filosofal se debió más a ese hecho que a un genuino deseo de leerlo. No obstante el libro me entretuvo y me dio algunas pautas: la atracción que ejerce la aventura para un lector joven, la seducción de lo mágico, la vigencia literaria de los mitos, el deseo de que otros mundos existan. Pensé que después de tantos años no tendría más nada que decir y sin embargo... si muove. Porque en estos días el papa Benedicto XVI, que unos años atrás declarara nocivo a Harry Potter por considerarlo contrario al espíritu cristiano (el que sólo le permite prodigios a Dios y no a la ciencia, ni a los magos), hizo unas declaraciones infernales acerca del infierno. Dijo que existe y que no está vacío. Que la salvación no es automática, ni gratuita, y que no arribará para todos. ¡Que terminar en el infierno es posible y “que ahí se vamo’ a encontrar”!

Y esto, que ya de por sí apela a restituir los miedos más primarios de las personas, remite sin escalas a la Iglesia de la Edad Media que no soportaba “la risa ancestral” porque podía hacer tambalear el temor a Dios. Ergo: al infierno, tan necesario para castigar desordenadores. Pensando en esto y en el decreto de la junta militar que prohibió algunos libros infantiles por exceso de fantasía (lo más opuesto al orden establecido, claro), sentí de pronto que a Harry lo quería más. Y que, aunque no haya seguido de cerca su peripecia, el solo hecho de que moleste a los retrógrados me encanta.

* Autora de Las visitas y La cámara oculta.