OPINION
› Por Rudy
Un maestro. Un amigo. Un tipazo. Más allá de la tristeza, de esa sensación sólo definible con la frase “¡qué cagada!”, más allá de los intentos de explicar lo inexplicable, de encontrarse con familiares y amigos y evocar a ese tipo tan querible, a ese humorista de raza, a ese periodista fantástico, a ese laburante incansable: a Jorge Guinzburg. Más allá de todo eso, digo, está lo que Jorge nos deja.
Y como suele pasar con los maestros, nos deja lecciones: Jorge amaba su trabajo, y trabajaba de lo que amaba: el humor. Nos enseñó que “humorista” era una de las profesiones posibles, que se podía “vivir de hacer chistes”. Pero, a la vez, que era, es una profesión sólo destinada a quienes se apasionan por ella. “Mi vida por un chiste”, dijo alguna vez y, digamos que en ese sentido Jorge fue, es, un hombre generoso: su vida fue de muchos chistes, de muchas reflexiones dichas en el tono, en el momento, con la palabra exacta para despertar las carcajadas. Y compartirlas. Jorge se reía de sí mismo: de su altura, de sus síntomas, de sus obsesiones, de su judaísmo, del país, del tiempo, de los gobiernos que le tocó vivir.
Jorge era un periodista formidable. Un “repreguntador” temible y divertido. Como en esas entrevistas, en las que preguntaba por “la primera vez” del entrevistado. Por recordar sólo una, la del Padre Lombardero, quien respondió algo así como: “Uh, hace tanto tiempo, si uno mira hacia atrás”, y Jorge, rápido como sólo él podía serlo: “¿hacia atrás, padre?” (carcajada general).
Jorge Guinzburg, como Fontanarrosa, como Les Luthiers, nos enseñaron, nos enseñan que el lenguaje es un juguete maravilloso, y también, a jugar con él. Sus memorables notas (junto a Carlos Abrevaya) en aquel Satiricón de los ’70, sus personajes de Peor es nada, sus columnas de estos últimos años, donde “desde el diván” trataba de analizar la neurosis argentina.
No puedo dejar de mencionar un hecho personal. Alguna vez, tomando un café en un bar de Palermo, vimos entrar a una señorita, y, humoristas al fin, nos entró la duda... “¿será analista, o paciente?”. Apostamos, por supuesto, y la señorita era “paciente”. Esa apuesta se extendió a cada persona que entraba al bar. Y como la mayoría eran “pacientes” la cambiamos por “¿va a terapia, o viene de terapia?”.
Hoy, que está siendo recordado por todos los medios, escucho una y otra vez “Gracias, Jorge”. No soy entonces original con el título de esta columna, pero de verdad, a este maestro, a este amigo, a este tipazo, solo puedo decirle: gracias por la risa, gracias por la reflexión, gracias por la pasión en cada proyecto. Gracias, Jorge.
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