Sáb 22.03.2008
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OPINIóN

La libertad para pensar

› Por Carlos Altamirano

En 1991, Oscar Terán había publicado un libro que casi enseguida se volvió un clásico, Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina 1956-1966. En esa izquierda militó Terán, donde hizo su ingreso intelectual con un ensayo crítico sobre Roger Garaudy, por entonces filósofo oficial del Partido Comunista francés. Publicado en La Rosa Blindada y traducido después en Partisans, una de las publicaciones de la nouvelle gauche, el artículo llamó la atención sobre el muchacho que en esos años era un estudiante de Filosofía y Letras de la UBA. Terán siguió el aire de los tiempos: radicalización política e ideológica, guevarismo, la creencia de que la revolución abriría paso a la sociedad justa, la sociedad emancipada. Muchos años después, al recordar esa época, trataría de determinar con exactitud una y otra vez el día y el momento en que todo eso había comenzado.

Mucho cambió para él en México, donde vivió exiliado siete años. Hasta entonces había escrito muy poco, aunque en un artículo sobre Althusser, publicado en Los libros, volvió a lucir su inteligencia. En México halló, finalmente, el campo en el que habría de hacer sus mejores contribuciones a la cultura argentina y latinoamericana: la historia intelectual. Más que elegir esta disciplina, podría decirse que se encontró con ella al hacer un largo estudio sobre José Ingenieros para la editorial Siglo XXI. Este trabajo, que encabezaba una selección de escritos de Ingenieros, inició una nueva época en la interpretación del “maestro de la juventud”, a quien ya nadie leía. Esa misma renovación producirían sus trabajos sobre José Carlos Mariátegui, Aníbal Ponce, Alejandro Korn. Su libro sobre los años sesenta, que mostraba a la vez distancia y compromiso, lo instaló definitivamente como uno de los estudiosos de referencia en nuestro país y en América latina. Su cátedra sobre Pensamiento argentino y latinoamericano fue uno de los puntos luminosos de la facultad donde había estudiado y a la que volvió como profesor en 1988. En 1995 reunió, en la Universidad de Quilmes, a investigadores de diferentes edades y se puso a la cabeza del grupo como director del Programa de Historia Intelectual en esa universidad.

Todo lo demás es demasiado cercano como para que necesite ser recordado. Sólo cabe despedir a quien nos deja una obra importante, en que unió el rigor, el trabajo paciente y la libertad para pensar.

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