Sábado, 19 de febrero de 2005 | Hoy
10 claves para entender el mayor acuerdo ecológico del mundo.
Por Federico Kukso
La fecha: 16 de febrero de 2005. La ciudad: Kioto, Japón. A siete años, dos meses y cinco días de ser aprobado por 180 países comenzó a regir el Protocolo de Kioto, el más ambicioso acuerdo internacional tendiente a frenar el cambio climático y la fiebre que aplaca al planeta. Palabras más, palabras menos, el Protocolo de Kioto es un sobreviviente que se mantuvo en pie frente a los zarandeos propinados por Estados Unidos y su verdadera “west wing” (ala derecha) inflada por los petrodólares. Para unos (organizaciones ambientales, partidos verdes), es una bendición pero no la llave mágica; para otros (nuevas figuritas mediáticas con oscuros propósitos, como el sueco Bjorn Lomborg), tan sólo una farsa que conduce unívocamente al despilfarro de mucha plata para hacer poco. Sepa no tanto quién tiene razón sino cuáles son los puntos principales de este histórico acuerdo mundial que abre un panorama completamente nuevo y con puerto incierto.
El Protocolo de Kioto es un acuerdo internacionalque obliga jurídicamente sólo a los países industrializados a recortar sus emisiones de gases de “efecto invernadero” (dióxido de carbono, metano –liberado por el cultivo de arroz y ganado–, óxido nitroso –resultado de la utilización de abonos–, hidrofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre –usado como aislante eléctrico, conductor de calor y agente de congelación–). Fue firmado el 11 de diciembre de 1997 y establece también calendarios para que se efectúen dichos recortes para tratar así de frenar el cambio climático. Los países firmantes se comprometen a reconfigurar sus industrias y de este modo bajar sus emisiones colectivas por lo menos en un 5% en el primer período de cumplimiento (2008-2012) en relación con los porcentajes de 1990 (los principales países industrializados emisores en 1990 fueron: Estados Unidos, 36,1%; Unión Europea, 24,2%; Federación Rusa, 17,4%; Japón, 8,5%; Canadá, 3,3%, y Australia, 2,1%). El acuerdo les exige también mostrar antes de esas fechas que están encaminados hacia su cumplimiento.
El protocolo asigna una meta individual a cada país: la Unión Europea en su conjunto debe reducir sus emisiones en un 8%; Canadá, Hungría, Japón y Polonia, 6%; Islandia, 10%; Estados Unidos (en el caso de ratificarlo), un 7%, y Noruega podría aumentarlas en un 1%.
Los países que reduzcan más emisiones de las exigidas podrán vender “créditos de emisiones excedentarias” a los países que tengan dificultades a la hora de satisfacer sus propias metas y se pasen de la raya.
El Protocolo de Kioto no es la solución al problema acuciante del calentamiento global; es apenas la primera medida tomada en conjunto por la comunidad internacional (sin Estados Unidos y Australia) tendiente recién a comenzar a solucionar el problema. Y los firmantes lo saben: los modelos actuales indican que sólo una reducción del 60% de las emisiones (y no del 5%) podría restablecer los niveles atmosféricos. Es más, pese a las celebraciones en Kioto, no todo es optimismo: la ONU, por ejemplo, estima que para 2010 las emisiones estarán 10% por encima de los niveles de 1990 y que los países industrializados no cumplirán con sus metas (de hecho, España, Irlanda y Portugal están aumentando la emisión de gases entre un 30 y un 40%). Otros aseguran que el tratado es demasiado débil e inservible sin la presencia de Estados Unidos.
El Protocolo de Kioto tiene, además, varios baches. Por ejemplo, no hace referencia a las emisiones contaminantes de aviones y barcos fuera de las fronteras nacionales.
A las dos de la mañana (hora argentina) del miércoles pasado, el Protocolo de Kioto prendió sus motores: y lo hizo exactamente a 90 días de que la Duma (es decir, el Parlamento ruso) lo ratificase, según se dice, por presiones de la Unión Europea. La adhesión de Rusia –responsable del 17% de las emisiones– en octubre de 2004 fue fundamental, porque el acuerdo sólo podía entrar legalmente en vigencia si era ratificado por los países responsables del 55% de las emisiones de gases. Y con la firma de Moscú, se superó holgadamente el techo requerido.
El término “efecto de invernadero” (greenhouse effect) hace alusión al papel desempeñado por una capa conformada por dióxido de carbono, vapor del agua y otros gases que retiene el calor del Sol en la atmósfera de nuestro planeta. Las emisiones humanas no hacen más que engrosar esta capa que no deja escapar al exterior la luz solar y produce un aumento de las temperaturas en la superficie. Los gases de efecto invernadero son fundamentales para la existencia de la vida (sin gases invernadero, la temperatura media global de la atmósfera al nivel de la superficie sería de -18C), pero en exceso (el dióxido de carbono ha crecido en más de un 30% desde 1980) sólo causa problemas. Los científicos alegan que el hombre está jugando con el motor energético que impulsa el complejo sistema climático mundial y que las consecuencias son inevitables.
Dos días antes del 11-M, el inglés sir David King, consejero científico de Tony Blair, dijo en la Cámara de los Lores sin despeinarse: “Si los gobiernos y los pueblos no cambian el rumbo, si no pensamos más en la población y menos en la modernización a cualquier costo, volveremos a experimentar una época similar a la de la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años cuando el único lugar habitable fue la Antártida, pues el resto del planeta era virtualmente inhóspito”. Y por si los presentes no habían escuchado bien, remató: “El calentamiento de la Tierra y el cambio climático son un peligro muy superior al terrorismo internacional”.
Ya es un hecho: en 1987 se creó, con el auspicio de la Unión Europea, el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). En su informe de 1996 dejó en claro: “La evidencia sugiere una visible influencia del accionar humano en el clima mundial”. Así, la comunidad científica internacional concuerda que al ritmo actual el planeta puede calentarse varios grados a lo largo del siglo. Dicen que la temperatura media global de la superficie del planeta ya subió más de 0,7C desde el comienzo de la Revolución Industrial hace doscientos años. Y que para el siglo XXII, el mundo será entre 1,4 y 5,8C más caliente que en el período 1960-1990. Sus hipótesis se desprenden de los resultados planteados en poderosas supercomputadoras que esbozan escenarios futuros posibles: a saber, deshielos masivos, alteración de las corrientes marinas, sequías, inundaciones, bosques y miles de especies de animales se extinguirán (debido al cambio de sus hábitats), más lluvias y mucho más calor.
Si bien en 1998 el gobierno de Bill Clinton firmó el protocolo, en 2001, a pocos meses de su llegada al poder, la administración Bush dejó en claro que no lo ratificaría, mientras Brasil, China e India (liberados de cualquier responsabilidad) no se comprometiesen también a reducir sus emisiones. Las razones esgrimidas fueron que de entrar al protocolo, la economía de su país se vería perjudicada y que sufriría una pérdida de competitividad en relación con los países europeos y asiáticos.Su actitud de bombardear constantemente el protocolo y de hacerlo trastrabillar sigue la línea de las administraciones anteriores que intentaron bloquear las negociaciones en cada una de las convenciones climáticas (desde Estocolmo ‘72, pasando por Ginebra ‘90, Río ‘92 y Toronto ‘98). Estados Unidos, sin embargo, no es el único país industrializado que le dio la espalda al protocolo. Otros tres de los 34 países originales no lo ratificaron: Australia (responsable del 2,1% de las emisiones mundiales), Liechtenstein (0,001%) y Mónaco (0,001%).
Además de establecer obligaciones jurídicas a los países industrializados, el protocolo pone el dedo en la llaga que crece día a día en la comunidad científica. Así, por un lado se alinean los especialistas que aseguran que de la puesta en práctica del protocolo depende el futuro del mundo, y por el otro, quienes piensan que Kioto no es más que un sinsentido, perjudicial para la ciencia, para la economía y para la política. Los segundos acuden a las incertidumbres que abren los pronósticos meteorológicos a largo plazo, sembrando aún más la confusión. La mayoría de los escépticos sobre el calentamiento global no niegan que el mundo esté atravesando un período de recalentamiento, pero dudan que se deba a actividades humanas. Dicen, en cambio, que es un proceso natural (durante los últimos 800 mil años, el clima mundial osciló entre períodos glaciales o glaciaciones, en los que los hielos cubrían un tercio de la superficie de los continentes, y períodos interglaciares, de temperaturas más moderadas, como en el que estamos hace diez mil años y que supuestamente estaría por terminar). Y como ocurrió en el pasado, dentro de un tiempo pasará.
Pese a no estar exigidos a bajar sus emisiones, según el Protocolo de Kioto los países en desarrollo deben dar señas de un cambio en sus industrias. Se supone que estas naciones serán las que más sufrirán los efectos del cambio climático.
Curiosamente, quedaron afuera del acuerdo China, India y Brasil, tres de los principales contaminadores del planeta.
Las evidencias demuestran que el cambio climático no es una especulación. Sin embargo, siempre están los escépticos se aferran a las migajas de dudas (siempre presentes en la naturaleza) para negar una y otra vez toda culpa humana. Hay, por ejemplo, determinados sectores de la ciencia que están siendo alimentados con grandes cantidades de dinero provenientes de la industria de los hidrocarburos. Entre ellos, tal vez el más famoso sea el enfant terrible de la ecología, Bjorn Lomborg, un estadista del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Aarhus, Dinamarca, que en el año 2001 causó estragos con la publicación de su libro The Skeptical Environmentalist: Measuring the Real State of the World (El ambientalista escéptico: midiendo el verdadero estado del mundo). En 515 páginas, 2930 referencias, 173 gráficos y 9 tablas, Lomborg (un ex Greenpeace) se despacha contra los informes anuales del Worldwatch Institute (organismo norteamericano que desde 1984 publica una panorámica del planeta en un informe –justamente– titulado El estado del mundo) y contra las supuestas exageraciones y pésimos análisis de los datos sobre el estado del medio ambiente llevados a cabo por los ecologistas. Lomborg proclama que “la mayoría de los problemas se están achicando en lugar de agravarse” y que no sólo el medio ambiente mejora sino que la situación material de la humanidad nunca ha sido tan buena.”¿Qué se conseguiría con aplicar el Protocolo de Kioto? Lo más probable es que el calentamiento se redujera sólo unos 0,2C a un costo de hasta 4,7 billones de dólares” (se puede leer más en www.lomborg.com). Y las respuestas no tardaron en llegar. A finales de 2002, el Comité Danés sobre Deshonestidad Científica lo acusó de falta de ética por haber manipulado datos y números. Para colmo, en una serie de artículos publicados en las revistas Nature y Scientific American, varios científicos (Stephen Schneider, John Holdren, John Bongaarts y Thomas Lovejoy) no sólo lo descalifican sino que lo tratan de ignorante, irresponsable y, lo peor de todo, ingenuo.
Uno de los últimos en sumarse a esta lista negra es el escritor norteamericano Michael Crichton (autor de Jurassic Park y la serie televisiva ER). En su obra más reciente, por ejemplo, va de frente contra aquellos que perjuran que el cambio climático es un hecho. El libro se llama State of Fear y es un thriller de ciencia ficción en el cual ecoterroristas suplantan a Al Qaida en el puesto de principal amenaza mundial. Lo que hace Crichton más bien es dar su opinión sobre el tema del calentamiento global: según él, el asunto ha sido inflado por los medios de comunicación y por las organizaciones ambientalistas que se resguardan bajo el paraguas de la ciencia para legitimizar sus argumentos. En definitiva: el libro de Crichton da señas de la acuciante ceguera mental del norteamericano.
El Congreso Nacional ratificó el Protocolo de Kioto en junio de 2001 pese a que la Argentina, como país en desarrollo, no está obligado por el acuerdo a bajar sus niveles de emisiones. Ocurre que de una manera u otra, nuestro país va a sufrir de las catástrofes desatadas por el cambio climático. Más bien, ya las está sufriendo: veranos más erráticos y largos, otoños más cálidos, lluvias más copiosas (en los últimos 40 años, la cantidad anual de lluvia aumentó un 20%). Buenos Aires, por ejemplo, se inunda cada vez más.
Lo que se dice, una ciudad cada vez más tropical en un frágil planeta bajo los efectos del movimiento de inercia hacia la catástrofe.
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