Sábado, 26 de febrero de 2005 | Hoy
LAS PROPORCIONES DEL COSMOS
Hasta hace apenas 500 años, el ser humano pensaba que habitaba cómodamente en un universo compacto, modesto y privado, en el que la Tierra era el centro neurálgico de todo lo existente. Pasaron Copérnico, Galileo, Newton, Hubble y Einstein y desde entonces el barrio fue ampliándose demencialmente: ahora, el cosmos –un mar de miles de millones de galaxias– es percibido por los científicos como una inmensidad imaginariamente inabarcable, en continua expansión y sin bordes estrictos. Futuro decidió romper las distancias y jugar a ver qué pasaría si el universo tuviera calles, si la Tierra fuera una bolita de un centímetro de diámetro, si Júpiter tuviera el tamaño de un pomelo y Neptuno, el de una nuez. A continuación, el vertiginoso resultado.
Por Mariano Ribas
Cuesta creerlo, pero hasta hace apenas unos cientos de años, la humanidad creía vivir en un universo extremadamente modesto. Allí la Tierra era el centro de todo, y a su alrededor giraban el Sol, la Luna y unos pocos planetas. Y más allá de ellos, una cáscara esférica de “estrellas fijas”. Eso era todo. A mediados del siglo XVI, Copérnico puso al Sol en su lugar, y no fue poca cosa. Sin embargo, aun bastante tiempo más tarde, los astrónomos continuaron manejándose con un universo muy pequeño. En el mejor de los casos, se le estimaba un diámetro de unas decenas o cientos de millones de kilómetros. Pero los siglos no pasaron en vano. Y a esta altura del partido, el problema es exactamente inverso: tenemos un universo demasiado grande. Tanto que sus grotescas dimensiones, expresadas en miles y miles de millones de años luz, nos incomodan intelectualmente. Y por si fuera poco, sabemos que, además, está en plena expansión, cosa que viene haciendo desde sus orígenes, hace casi 14 mil millones de años. Asimilar las verdaderas proporciones del cosmos parece una tarea casi sin sentido. Sin embargo, podemos intentar algo: en esta edición de Futuro jugaremos con un universo a escala. Y así, tal vez, podamos paladear parte de su inmensidad.
Nuestro primer paso será reducir el diámetro de las Tierra (12.756 km) unas mil millones de veces. Es una medida muy drástica, cierto, pero, como iremos viendo más adelante, no hay más remedio. Así, nuestro planeta pasaría a ser una bolita de un centímetro. Entonces, la Luna (3476 km) tendría un diámetro de tres milímetros, y se ubicaría a 30 centímetros de distancia (que representan a los casi 400 mil kilómetros que realmente las separan). O dicho de otro modo: el ancho de esta doble página equivaldría al diámetro de la órbita lunar, siempre con la Tierra de un centímetro en el centro, y la Luna de tres milímetros en los bordes. Es sólo el comienzo, porque lo que sigue será mucho más impresionante.
Nuestra próxima estación es el Sol. Y a partir de ahora, a caminar, porque nuestra estrella está 400 veces más lejos que la Luna. Si la “bolita Tierra” estuviese en una esquina, tendremos que llegar hasta la otra para encontrarnos con el Sol (de casi 1,4 millón de kilómetros de diámetro), que aquí será una señora bola de un metro de diámetro. A nuestra escala, esa cuadra (y cada una de las que sigan) equivale a los 150 millones de kilómetros reales que nos separan de nuestra estrella. En el camino, por supuesto, nos encontraríamos con Venus (de 9 mm) y Mercurio (de 4 mm), adecenas de metros de nosotros, y entre sí. Ahora bien, esa cuadra sólo representaría el radio de la órbita terrestre, porque la órbita completa ocuparía un área similar a la de cuatro manzanas (dos por dos). La cosa va tomando color: sólo para representar razonablemente bien la escala del sistema Tierra-Sol, haría falta una plaza grande, con una bola de un metro en el centro y una bolita de un centímetro deambulando por los bordes.
Sigamos caminando por la avenida astronómica, pero esta vez vamos para el otro lado. Salimos de la esquina donde está la Tierra, cruzamos la calle, y casi a la media cuadra nos estará esperando Marte, una rojiza bolita de seis milímetros (su diámetro real es de casi siete mil kilómetros). Pasamos de largo, llegamos a la siguiente esquina, y cruzamos: tenga cuidado, y mire para todos lados, porque justo por esa calle están pasando montones de asteroides desordenados, la mayoría de ellos del tamaño de un grano de arena, e incluso, menos. Es el famoso y superpoblado Cinturón de asteroides. Después de andar otras tres cuadras, sin encontrar nada más que alguno que otro ínfimo rastro de polvo interplanetario, o en el mejor de los casos un cometa vagabundo, llegamos a la esquina donde está Júpiter (143.000 kilómetros de diámetro), representado por un pomelo. Estamos a cuatro cuadras de la Tierra. Pero para llegar a Saturno, algo más chico que Júpiter, habrá que hacer cinco más. Valió la pena, porque el gran planeta anillado es uno de los espectáculos más increíbles de la naturaleza. Si mira con cuidado, verá que por ahí anda revoloteando la sonda Cassini, de la NASA (la misma que hace unas semanas envió a su compañera de viaje, la Huygens, hasta la mismísima superficie de Titán, la superluna de Saturno). Ya estamos a 10 cuadras del Sol y a nueve de la Tierra. ¿Ya se cansó? Bueno, paremos un poco.
Seguimos: la próxima estación es Urano, que está mucho más lejos. Siguiendo por la misma avenida, son otras 10 cuadras. Y 12 más para llegar hasta Neptuno. A nuestra escala, ambos mundos, gaseosos y azulados, tienen el tamaño de una nuez. Ya caminamos más de media hora a buen paso..., ¿falta mucho para Plutón? Otras diez: la helada esferita, de dos milímetros de diámetro, recién aparece a 40 cuadras del Sol. Y algunos de sus incontables vecinos del Cinturón de Kuiper (ese inmenso anillo de cuerpos congelados que rodea al Sol, marcando una suerte de frontera), se ubican, todavía, bastante más allá. De esta manera, el diámetro de nuestro modelo del Sistema Solar sería de unas 100 cuadras. Y no lo olvidemos: el Sol tendría un metro, y la Tierra, un centímetro.
Las distancias dentro del barrio solar están en el orden de los cientos y miles de millones de kilómetros. Y son lo suficientemente “chicas” como para poder reducirlas a escalas urbanas. Sin embargo, el panorama comienza a complicarse cuando nos introducimos en el medio interestelar. Ya no podremos seguir caminando. Y la única variante será volar con la imaginación. Veamos por qué: la estrella más cercana al Sol, el sistema triple de Alfa del Centauro, está unas seis mil veces más lejos que Plutón. Son más de 40 millones de millones de kilómetros de espacio casi vacío. Una distancia que la luz, viajando a 300 mil kilómetros por segundo, tarda cuatro años en recorrer: por eso se dice que Alfa del Centauro está cuatro años luz del Sistema Solar. Si mantuviésemos la escala anterior, aquella bola de un metro que representa al Sol estaría a unos 30 mil kilómetros de Alfa del Centauro (dos bolas similares, y una tercera, bastante más chica, girando en torno al par).
Es demasiado. De hecho, semejante modelo sería imposible de materializar en la superficie terrestre, porque no existen dos puntos en nuestro planeta que estén separados por semejante distancia (haciendo el trayectomás corto, se entiende). Así que para llegar a un esquema más comprensible, vamos a achicar todo 1000 veces: ahora, el Sol medirá un milímetro, Plutón (cien veces más chico que un grano de arena) estaría a cinco metros de él, y Alfa del Centauro a 30 kilómetros. Detengámonos un momento a pensarlo: ambas estrellas serían dos puntitos separados por 30 mil metros. Y eso es apenas un atisbo de lo que vendrá. Sirio, la estrella más brillante del cielo, sería otro puntito, ligeramente más grande, separado del Sol por una laguna de espacio de 60 kilómetros (equivalentes a los casi 9 años luz reales). La fabulosa Betelgeuse, una de las estrellas más grandes de la galaxia, sería una pelota playera a 2000 kilómetros (la distancia que hay entre la Capital Federal y las islas Malvinas). Y Rigel, a 6000 kilómetros: si aquel Sol de un milímetro estuviera ubicado en Buenos Aires, la azulada estrella (que podemos ver en estas noches de verano, brillando intensamente por encima de las Tres Marías) sería una pelota de tenis ubicada exactamente en el Polo Sur. Miles de kilómetros donde, muy de tanto en tanto, encontraríamos algunas “bolitas” estelares más, y migajas de polvo y gas interestelar. Sólo eso. Así son las cosas en el medio interestelar, donde las estrellas (y qué decir de los planetas) no son más que muy esporádicas salpicaduras de materia que distraen el vacío.
A pesar de haber comprimido el Sol a un milímetro, y los años luz a kilómetros, los números empiezan a escaparse una vez más. Para seguir adentrándonos en las profundidades de la galaxia en la que vivimos tendremos que hacer otro ajuste.
Vamos a achicar todo 1000 veces más. Ahora el Sol medirá una milésima de milímetro, cien veces menos que un grano de arena. Así, Plutón estará a 5 milímetros de nuestra estrella, Alfa del Centauro a 30 metros, y Rigel, a 6 kilómetros. Con este achique podemos empezar a sondear con más comodidad la enormidad de la Vía Láctea. La famosa Nebulosa de Orión, esa gran fábrica de soles, nos quedaría a 10 kilómetros (que equivaldrían a los 1500 años luz reales). El cúmulo globular Omega del Centauro, un monstruo esférico que reúne a 5 millones de soles, aparecería diez veces más lejos. Y el corazón de la Vía Láctea, esa metrópoli donde se amontona la mitad de la población estelar de la galaxia, y que aparentemente esconde en sus entrañas un súper agujero negro, distaría de nosotros unos 200 kilómetros. O sea: si el Sol fuese una partícula de polvo (en realidad, menos que eso) situada en el centro de la Capital Federal, el núcleo galáctico, en torno del cual gira esa partícula (y junto a ella, la Tierra y toda la familia solar) estaría en Montevideo. A esta misma escala, toda la Vía Láctea (con sus 100 mil años luz de diámetro) sería apenas un poco más grande que la provincia de Buenos Aires. Y el Sol, volvamos a decirlo, sería menos que una mota de polvo. Una entre 200 mil millones de “motas-estrellas”.
Hasta hace poco más de un siglo, la mayoría de los astrónomos creía que la Vía Láctea era todo el universo. Si así fuera, aquí se terminaría nuestro viaje. Pero no es así: tal como descubrieron Edwin Hubble y otros científicos durante la década del ‘20, el cosmos es un mar de miles de millones de galaxias, separadas por aterradoras lagunas de espacio prácticamente vacío. Y por si fuera poco, está en constante expansión. Pero ese ya es otro gran tema. Lo cierto es que, si insistiéramos con la escala anterior, no llegaríamos a ninguna representación mentalmente asimilable de la macroestructura cósmica. La única forma de continuar es achicar todo un millón de veces. Y veremos qué ocurre.
Ahora, aquella Vía Láctea que tenía el tamaño de la provincia de Buenos Aires será un disco de escaso metro de diámetro. A menos de 20 metros, aparecerían sus dos pequeñas (comparativamente hablando, claro) galaxias satélites, la Nube Mayor y Menor de Magallanes. Y mirando en dirección exactamente contraria, y casi a 30 metros de distancia, nos encontraríamos con Andrómeda, la hermana mayor de la Vía Láctea. Todas estas islas estelares forman parte del llamado Grupo Local de galaxias, que, en total, cuenta con casi 40 integrantes. Y según la misma escala, todas entrarían en el volumen de un pequeño estadio. Como vemos, en términos comparativos, las distancias entre las galaxias son mucho, pero mucho más chicas que las que separan a las estrellas: en un cúmulo de galaxia, la distancia entre cada miembro y el otro es, en promedio, de unos diez diámetros galácticos. En cambio, la distancia promedio entre dos estrellas es de 100 millones de diámetros estelares. Sea como fuere, lo que salta a la vista, una vez más, es que la mayor parte del espacio está brutalmente vacía.
El Grupo Local es apenas uno más entre los millones y millones que pueblan el universo. Siguiendo con los parámetros anteriores, a 600 metros de nuestra vecindad galáctica, daríamos con el gran Cúmulo de Virgo, una agrupación de dos mil galaxias. Y viajando diez o doce veces más lejos, a 6 kilómetros de aquel pequeño estadio que contiene a la Vía Láctea y sus compañeras, llegaríamos al Cúmulo de Hércules. En el universo verdadero, esta fabulosa población de miles de galaxias está a unos 700 millones de años luz de nosotros. O sea: la luz de aquellas islas de estrellas que hoy está llegando a los telescopios terrestres, salió de allí antes de que aquí se produjera aquella gran explosión biológica del Cámbrico. Y podríamos seguir sondeando al cosmos bastante más allá. Los límites del universo observable se ubican a unos 13 mil millones de años luz de la Tierra (y lo de “observable” no es un detalle menor, porque, en realidad, es mucho, mucho más grande que eso). Llevando al límite de la practicidad nuestra escala galáctica, podríamos decir que esos “bordes” –que físicamente no son tales– estarían a 130 kilómetros, mirando en todas direcciones, desde aquella Vía Láctea de 1 metro de diámetro (una relaciónde 1/130.000), Haciendo un último esfuerzo de simplificación, eso equivaldría a una moneda de cinco centavos, rodeada por una extensión de espacio de 10 cuadras en todas las direcciones posibles. Así de perdida está nuestra galaxia en el mapa universal.
A esta altura, inevitablemente, surge otra cuestión: la dimensión temporal del universo. Un aspecto intelectualmente tan provocativo como su dimensión espacial: pensemos, sin más, que en ese mar de tiempo que ha transcurrido desde el Big Bang (el “estallido” que dio origen a todo lo que hoy existe), nuestras vidas no son más que un fugaz parpadeo. Pero esa ya es otra historia que merece todo un capítulo aparte. Mientras tanto, hasta aquí llegamos en este viaje extraordinario: al fin de cuentas, nos hemos asomado conceptualmente al vértigo de los abismos cósmicos, la máxima expresión espacial de la existencia.
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