Teleadictos
Por Esteban Magnani
En 1997 más de 600 chicos japoneses llegaron a los hospitales con las convulsiones típicas de un ataque de epilepsia. No se concebía hasta el momento la posibilidad de una epidemia semejante, ya que la epilepsia es una sobreestimulación nerviosa que provoca convulsiones, no un virus contagioso. Resultó ser que en aquella ocasión estos chicos, junto a varios millones más, habían estado mirando absortos el episodio número 38 de Pokémon, el programa más visto entonces. Según se explicó luego, en un momento las pantallas comenzaron a emitir rayos azules y rojos a una velocidad de 12 cuadros por segundo. A continuación aparecieron los ojos del ya célebre Pikachu, emitiendo flashes para detener una “bomba de virus”. A esta altura comenzaron mareos, desmayos, vómitos y hasta convulsiones en al menos 12.000 de los pequeños televidentes; 618, según cifras oficiales, fueron llevados al hospital con epilepsia y unos 150 quedaron internados, con el correspondiente revuelo mediático y comercial.
Si bien las consecuencias de mirar televisión suelen no ser tan drásticas y evidentes, esta actividad puede transformarse en fuente de serios problemas, y no sólo por sus contenidos. El medio (además de ser el mensaje, desde ya) tiene características propias que llegan a despertar, incluso, la adicción, un término que si bien no resulta simple de definir, puede servir para este caso.
El relax de los pueblos
Si bien lo esencial es invisible a los ojos, lo pueril puede ser terriblemente atractivo a la mirada. Es así como casi todas las personas son víctimas de una atracción irresistible a las cambiantes luces de la TV, sin importar que aparezca en la pantalla el ignoto hermano de una vedette de por sí irrelevante o algún nefasto telepastor.
Esto es justamente lo que demuestran Robert Kubey, profesor de Medios de la Universidad de Rutgers (Estados Unidos), y un hombre de apellido imposible: Mihaly Csikszentmihalyi (pronunciarlo podría provocar epilepsia), profesor de Psicología en la Universidad de Claremont, también en Estados Unidos. Ambos son los autores de Televisión y calidad de vida, un libro de aparición reciente que recorre distintos estudios acerca de la televisión, y cuyo comentario mereció nada menos que cuatro páginas de la revista Scientific American. Al comienzo nomás, los autores dan una cifra para el escalofrío: en el mundo desarrollado, es decir, en aquellos países en los que la TV es una obviedad más, el promedio de tiempo frente a la pantalla es superior a las 3 horas diarias. Para hacer más terrible esta cifra, los autores hacen un poco de terrorismo estadístico: tres horas diarias, en una vida promedio, representan unos 9 años de pasividad catódica.
Pero, al igual que en muchas otras cosas, este tiempo no está uniformemente distribuido entre personas ni entre países. Los picos de tiempo frente a la pantalla se dan en los Estados Unidos (hasta 5 horas y media por día... 17 años en 75), lo que explica en parte que la mayoría de los estudios se haya realizado allí.
Prácticamente desde sus comienzos la televisión ha atraído a los investigadores. En general, hay que reconocerlo, los estudios realizados sólo ponen en palabras ideas del sentido común, pero puede ser interesante repasarlos. Por ejemplo, hay numerosos libros que explican que la televisión es muy utilizada para no pensar más en problemas o situaciones molestas. Uno de ellos es el de John Singer, de 1980, llamado Los poderesy las limitaciones de la TV. Esto puede llegar a puntos patológicos de más de 4 horas diarias frente a la pantalla, gracias a que algunos espectadores entran en un círculo vicioso que los lleva a seguir sin resolver el problema y a seguir mirando. La función de la tele como calmante es señalada por numerosos estudios realizados desde tiempos tan tempranos como 1963, año en el que el investigador Gary Steiner publicó su libro La mirada de la gente sobre la TV. Un estudio de 1984 incluso muestra que los pacientes odontológicos que miraban tv en el consultorio decían haber sufrido menos dolor que los demás.
Como señala otro libro, anterior, del mismo Kubey Dependencia a la televisión: diagnóstico y prevención, de 1996, a partir de cierto punto el televidente, ante el efecto sedante, puede utilizar sistemáticamente el recurso generando un refuerzo positivo en el comportamiento. El regreso de la angustia o el dolor al apagar la tele provoca, a su vez, un refuerzo negativo. En los casos en que el encendido se vuelve compulsivo, continúa Kubey, el espectador puede desacostumbrarse al simple ocio, por lo que enciende la tele antes de que eso suceda, reforzando la patología. Para peor, este uso compulsivo puede llevar a reducir la tolerancia “de uno mismo”. Para peor, como suele suceder con el abuso de cualquier sustancia, aquellos que más miraban tv obtenían cada vez menos satisfacción al hacerlo, en muchos casos originada por la culpa de no poder apagarla. Había adictos que reconocían tener que llevarse trabajo al hogar para evitar la tentación.
El reflejo de orientación
En general, los estudios académicos sobre la televisión se han focalizado en los contenidos. Pero, al parecer, el medio también determina la forma en que se utiliza el aparato. Por ejemplo, las luces y el movimiento, aunque provengan de algún presentador impresentable, ejercen generalmente un atractivo irresistible incluso si se estaba entretenido en otra cosa.
En 1986, Byron Reeves de la Universidad de Stanford y Esther Thorson de la Universidad de Missouri culparon al “reflejo de orientación” de este efecto de imán que ejerce la pantalla sobre la mirada. En 1927, mientras cuidaba sus perros, Ivan Pavlov describió la reacción instintiva de los seres humanos de mirar a cualquier estímulo nuevo o repentino, algo acorde a la necesidad evolutiva de estar atento a eventuales peligros. La televisión (cada vez en forma más obvia) explota ese instinto que la hace irresistible, tal como demuestran estudio con bebés de menos de 8 semanas, que giran sus cabezas en busca de la fuente lumínica, aunque probablemente no entiendan nada del mensaje.
En los últimos años, Kubey y Csikszentmihalyi (escribirlo es fácil) realizaron estudios que iban más allá de la atracción mecánica, aunque la involucraban. Para ello utilizaron electroencefalogramas en espectadores que, a través de las curvas de las ondas alfa, mostraron una muy baja estimulación mental a comparación con lo que ocurría durante otras actividades. Para acompañar esta medición con otra más subjetiva, también utilizada en otras psicopatologías, dieron un beeper a cada voluntario que hacían sonar con una frecuencia irregular de 6 a 8 veces diarias y que les indicaba que debían anotar qué estaban haciendo y cómo se sentían. Cuando el aparatito sonaba mientras miraban tv, los participantes se declaraban relajados, algo que finalizaba repentinamente al apagar la tele.
El reflejo de orientación puede explicar estos resultados. Frente a un estímulo imprevisto el ritmo cardíaco se reduce durante unos 4 a 6 segundos. Así se produce una relajación instantánea que se mantiene constante gracias a cortes rápidos, imágenes, colores que se suceden. El tema de la velocidad con la que se logra ese estado de relajación es un ingrediente importante en lo que hace a la adictividad de la tele. Se lopuede comparar con lo que ocurre con los psicofármacos: aquellos que alcanzan su efecto más rápido son los más susceptibles de provocar adicciones.
En definitiva, y debido al reflejo de orientación que postulan Reeves y Thorson, el espectador se vuelve todo ojos que instintivamente intentan comprender esas imágenes, aunque sin lograrlo nunca por demasiado tiempo, mientras el cuerpo se relaja. Y si las imágenes se aquietan por un momento, siempre está la opción del zapping.
En los casos en que el espectador abusa de la televisión como relajante, pueden incluso generarse síndromes de abstinencia, otro requisito de cualquier adicción. En Estados Unidos existe la “Semana de la TV apagada”, que seguramente no tiene mucha repercusión, pero que los investigadores aprovechan para recoger múltiples relatos de familias en las que aparecen tensiones antes sedadas y aumenta el número de agresiones. En un estudio de hace 40 años (es decir de cuándo no era común más de un aparato en cada hogar norteamericano) el investigador Gary Steiner recopiló anécdotas de las familias a las que se les había roto su aparato, que iban desde “No hicimos nada: mi marido y yo hablamos” hasta “Los niños se pusieron insoportables”. En algunos casos toda la arquitectura familiar debía reformularse sin el pilar de los rayos catódicos.
Más sádico, Charles Winick, durante un proyecto de investigación en psicología de la Universidad de Nueva York, pagó a diversas familias para que no utilizaran la televisión hasta nuevo aviso. Aun en aquellas en las que se miraba poca televisión hubo dificultad para reacomodar el nuevo tiempo libre de manera satisfactoria. Los que vivían solos se aburrieron e irritaron, hasta el punto de devolver el dinero. Pero lejos de las abstinencias químicas, “hacia la segunda semana la mayoría ya se había acostumbrado”, aclara el investigador. En un estudio similar en Alemania se dieron casos de agresiones físicas inéditas para esas familias.
Varias de las personas del estudio realizado por Kubey et al, en especial aquellos que superaban las 4 horas de observación, decían sentirse vacíos y agotados poco después de haber apagado la tele. También aseguraban tener más problemas para concentrarse que antes, cosa que no ocurría después de, por ejemplo, leer un libro. En contraste, otros afirmaban sentirse más atentos y enérgicos después de realizar su hobby o algún deporte. “En resumen –concluyen–, después de mirar tv la gente tenía un humor similar o peor que antes de hacerlo.” La pasividad parecía extenderse una vez apagado el aparato hasta el punto de que a veces se volvía difícil volver a actividades que podían considerarse habituales. Eso, sin hablar de la relación comprobada que tiene el exceso de tiempo frente a la pantalla con la obesidad.
Catodicismo
Los autores (nuevamente Kubey) aclaran explícitamente que no siempre mirar tele es algo malo. Pocas horas semanales pueden resultar hasta estimulantes, según el programa elegido. El problema es cuando éstas se multiplican más allá del interés real por lo que hay en la pantalla. En estos casos lo que sucede es que se tiene al alcance de la mano y casi sin ningún costo la sensación de abandono de la gente feliz. Es cierto que esta sensación se va no bien se apaga la tele, pero ¿qué impide volver a encenderla? Y, justamente, como se trata de un mecanismo aceptado, que de hecho no provoca perjuicios evidentes a la mayoría de los usuarios, es difícil poder ver en él un problema.
Sin embargo, todos estos trabajos describen algo que por momentos resulta bastante obvio: que los rayos catódicos pueden actuar como un gigantesco tranquilizante individual y social, un “opio de los pueblos”. Esta suerte de “catodicismo” resulta además un excelente negocio, por lo que sucrecimiento tampoco se detendría a causa de cuestiones menores. Para más datos, Pokémon sigue siendo uno de los productos de la industria cultural más redituables del momento.