Sábado, 9 de abril de 2005 | Hoy
LA IMAGEN MAS DETALLADA DEL TERCER PLANETA
Por Federico Kukso
El Universo, supercúmulo de Virgo, Grupo Local, Vía Láctea, Brazo de Orión, Sistema solar, tercer planeta desde el Sol. Algo más o menos así debería leerse en un futuro folleto de turismo intergaláctico para orientar a quien quisiera pasar el tiempo por estos sitios y así encontrar, perdido en la inmensidad del frío vacío cósmico, un diminuto mundo extraño de roca y de metal, de sublimes noches alumbradas por la luz que rebota en su luna, de mañanas bañadas por un cielo azul de oxígeno y nitrógeno, océanos danzantes de agua líquida, montañas soberbias de cumbres prístinas y bosques húmedos y apacibles, aunque agraciado por el nombre equivocado: la Tierra (o Earth, Terre, Erde, Chikyu, Terra, Gaia).
Ahí (o mejor dicho, acá), medio escondido en un rincón olvidado y tranquilo del universo, todo está dado para que este planeta desate su extravagancia o “anormalidad”: una distancia prudente respecto de su Sol, una estrella ordinaria que lo baña moderadamente con luz y calor permite que sobre su superficie, una fina cáscara que recubre su interior magmático y su duro corazón de hierro, haya surgido hace casi 3800 millones de años lo más raro de lo raro en la noche perpetua del espacio, la vida.
El descubrimiento relativamente reciente de la forma –una redondez imperfecta– y lugar poco privilegiado -ni el centro ni nada parecido– que ocupa la Tierra en el océano cósmico aquietó sólo un poco la soberbia humana aunque no bastó para esfumarla del todo. Desde que se la conoce sin rastros de duda, la vastedad del espacio en el que estaba inmerso el planeta generó en las altas cabezas del clero –los “directores de espíritus” del mundo– un cataclismo perceptivo, una sensación de vértigo y desolación incomprensible: su centralidad en el diseño divino había sido movida de cuajo y lo que regía era una condena a vivir a la deriva y bajo los caprichosos designios de una naturaleza ciega y sorda a todo rezo o canto.
La exterioridad siempre llamó la atención de sus habitantes: siempre fue la única pieza del mapa que les faltaba a los exploradores, aquellos “dementes” que se aventuraban a caminar más allá de lo caminado, al encuentro de dragones y tortugas que sostenían el mundo. En el siglo III a.C., por ejemplo, en Alejandría, la mayor metrópoli de por entonces, Eratóstenes, un hombres de oficio inclasificable (pues fue astrónomo, historiador, geógrafo, filósofo, poeta, crítico teatral y matemático, todo en uno), hizo lo que nadie acostumbraba hacer: experimentó. Y tan sólo con la ayuda de la luz del Sol y la sombra de un bastón comprendió que su vida transcurría sobre un mundo de superficie “curvada” y no plana como todos juraban.
Pareciera lejana la época que le tocó vivir a este egipcio, director de la gran biblioteca comida por el fuego, pero en la escala temporal del universo casi no es nada (el tiempo de una vida, en realidad, no es nada, y no por ello se la debe tratar como nada). Hoy, las circunstancias cambiaron y lo inexplorado, el afuera, la exterioridad, empieza a dejar caer su telón de inaccesibilidad.
La exploración espacial, en efecto, es una aventura doble: por un lado, consiste en correr los límites de lo posible, de superar con la razón (y la imaginación) las vallas impuestas por la naturaleza; y por el otro, caer en la cuenta de que la efervescencia del asombro –agitada por las imágenes de galaxias monstruosas, soles ajenos y planetas silenciosos– es la que hizo y hace a la humanidad una especie nómada, física e intelectualmente. Tal vez es por eso que la astronomía atraiga tanto como el descubrimiento de un álbum fotográfico familiar perdido en un cajóntapado por montañas de polvo: las fotografías del universo hablan y cuentan historias parecidas a las narradas por aquellas caras, esos raros peinados y gestos fuera de moda esbozados por familiares lejanos o cercanos.
Así, una fotografía de la Tierra no es “otra fotografía más”. Aunque parecidos, todos los retratos de nuestro planeta tienen algo de distinto y nuevo. En este caso, la distinción es aún mayor: se trata de la imagen más detallada hasta ahora conseguida. Utilizando una colección de observaciones realizadas por satélites del sistema Modis (Moderate Resolution Imaging Spectroradiometer, de la NASA), científicos y diseñadores estadounidenses se las arreglaron para congregar en un solo cuadro meses de estudio del suelo, océanos, bosques, montañas, hielo del mar y nubes tomadas a 700 kilómetros de la superficie, en un mosaico sin fisuras de cada kilómetro cuadrado del planeta. Las imágenes que conforman este retrato son completamente gratis y están disponibles en el sitio http://earthobservatory.nasa.gov/Newsroom/BlueMarble/BlueMarble.html. Una forma simple y poco costosa de experimentar –en una escala menor– las mismas sensaciones de vértigo y éxtasis que vivió el ruso Yuri Gagarin cuando posó por primera vez su humanidad fuera del planeta, abrió los ojos y exclamó el 12 de abril de 1961: “okazyvaietsya, ona golubaya” (“está confirmado, es azul”).
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