ASTROBIOLOGíA: LA CIENCIA SE PRONUNCIA SOBRE EL ASPECTO DE LOS EXTRATERRESTRES
› Por Federico Kukso
La vida extraterrestre conlleva la misma inevitabilidad de la marea: aunque todavía nadie haya aportado prueba cierta de su existencia, en los últimos años no pocos científicos salieron del cono del silencio y se atreven a confesar a viva voz la probabilidad de que la aldea cósmica que le tocó por suerte habitar a la especie inteligente que vive sobre la Tierra sea, en vez de un desierto ampliamente desperdiciado, un vecindario prolífico con inquilinos a la espera de encontrarse en sus amplios pasillos perdidos.
Ningún hombre o mujer de ciencia, por ahora, quiere calzarse el traje de Rodrigo de Triana y gritar “¡tierra!” para luego comprobar una mala pasada de los sentidos. Como consuelo, sus murmullos resuenan en simposios interminables, congresos heteróclitos, charlas ruidosas y canales infinitos. (“Los planetas son tan comunes como los bichos”, llegó a decir Seth Shostak, astrónomo del Instituto SETI en California, Estados Unidos. “Sería sumamente extraño si todos los planetas de allá afuera fuesen como Júpiter y ninguno pudiera albergar vida; sería lisa y llanamente incomprensible”.)
A la pregunta casi obligada de dónde están –cerca, lejos o lejísimos– le sigue, desde ya, la de cómo son. Curiosamente, a esta altura del siglo XXI, de apostar, todo el mundo pondría las fichas en que son bajitos, grisáceos o verdoides (como en la comedia televisiva Una familia especial, esa copia de la sitcom 3rd. rock from the sun) y, sobre todo, de ojos negros y saltones. Es una creencia bien incrustada en el manto movedizo del imaginario colectivo, muy parecida a aquella otra que, erróneamente, cuenta que en el espacio es físicamente posible que haya batallas con ruiditos de cañones láser y llamaradas ígneas bien alla Star Wars. Y como tal, pues, es histórica: el retrato alienígena cambia según los vaivenes culturales de una época.
Cuando cundía la Guerra Fría, la imagen alienígena, como invasores monstruosamente ciegos a cualquier pedido de clemencia humana, tomó cuerpo en clara alusión a la némesis comunista; en vez de rojos, los extraterrestres fueron verdes. Durante los sesenta y comienzos de los setenta, el choque entre mundos se aquietó y, apoyados en dos productos culturales de gran peso ideológico en la cultura norteamericana y mundial –Star Trek y Perdidos en el espacio–, los extraterrestres tibiamente comenzaron a ser pensados como no tan malos, al menos en apariencia. Desde entonces, muchos personajes alienígenas de la ficción destacaron por su excentricidad (el lógico señor Spock o el “tío Martin” de la comedia intergaláctica Mi marciano favorito, por ejemplo) y hasta por su bondad. El punto de inflexión, sin embargo, puede hallarse en la spielbergiana E.T. a comienzos de los ochenta, aunque la utilización del alienígena como metáfora del enemigo invasor reflotó en la miniserie V: invasión extraterrestre con la despótica Diana a la cabeza y su flota de naves nodrizas plagadas de lagartos-come-ratones que antes de dormir se arrancaban la piel postiza que usaban para engañar a los ingenuos terrícolas que les daban la bienvenida (un análisis más fino revela que el simbolismo engalanado por estos personajes remite directamente a la parafernalia simbólica nazi).
En este asunto, las puertas de la especulación se abren de par en par con el fin de dar lugar a la eyección de una estampida de criaturas bizarras y ajenas a la imaginación. El desorden es lo que impera y lo único que le resta hacer a la astrobiología, como ciencia naciente, es calmar a las fieras y poner paños de seriedad. La primera idea en ser desbancada es la de que los extraterrestres tendrían un look antropomórfico (dos piernas, dos brazos, cabeza y ojos). Lo que abundaría, en cambio, es vida del tamaño de microbios y bacterias.
Tampoco necesariamente la vida extraterrestre tendría que estar sí o sí basada en los ladrillos biológicos del agua y el carbón. Entre otras posibilidades, se barajan, por ejemplo, el silicio y el amoníaco. Y lo fundamental: se estipula que, como todo en el espacio, la vida extraterrestre en cuestión debería estar sometida a la fuerza ciega y universal de la evolución. Para que el ser humano llegara a verse como se ve, el proceso fue largo, bastante largo: algo así como cuatro mil millones de años de prueba y error biológico, de selección, de adaptaciones minúsculas pero cruciales, de supervivencia de los más aptos. “La evolución no sigue una línea recta hacia un objetivo (la inteligencia), como ocurre en un proceso químico. En realidad, sólo una de las quizá cincuenta mil millones de especies que han poblado la Tierra a lo largo de su historia ha desarrollado la capacidad necesaria para establecer una civilización; tal vez porque en realidad la inteligencia no esté favorecida por la selección natural, o porque en todo caso su aparición sea extraordinariamente difícil”, decía el famoso biólogo Ernst Mayr.
Lo cierto es que las civilizaciones avanzadas, sin importar a cuántos millones de años luz se encuentren, deben obedecer también a las leyes de hierro de la física como las leyes de la termodinámica y la gravedad. La densidad de la atmósfera, la duración del día, la potencia de la luz solar, la presión atmosférica y la química ambiental son otras de las variables en percutir la posible morfología extraterrestre.
Ballenas voladoras, pulpos inteligentes, armadillos monumentales de ocho patas: la forma alienígena tal vez no tenga fronteras, ni siquiera para la imaginación. “La ausencia de pruebas no es prueba de la ausencia”, retrucaba Carl Sagan a los escépticos. El tiempo lo dirá: tal vez falten apenas años o décadas para que a la humanidad la sorprenda un shock existencial matutino que formatee para siempre su íntima relación con el universo. Y desde entonces, nada será igual.
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