Sábado, 9 de julio de 2005 | Hoy
HAZAÑA ESPACIAL: LOS ECOS DE LA EXITOSA MISION DEEP IMPACT
Por Mariano Ribas
Todavía cuesta creerlo: hace apenas unos días, una pequeña sonda suicida se estrelló contra un cometa a casi 40 mil kilómetros por hora. El impacto provocó un potente y fugaz estallido de luz y calor en la oscura y gélida superficie del no muy popular 9P/Tempel 1. Y le arrancó toneladas y toneladas de hielo, roca y polvo. Materiales que inmediatamente comenzaron a formar una enorme nube de escombros en veloz expansión. A una distancia prudencial, las cámaras de la “nave madre” de la misión Deep Impact (NASA) registraban con lujo de detalles el tremendo estallido y sus consecuencias. Mucho más lejos, a más de 130 millones de kilómetros, miles de astrónomos, profesionales y amateurs, estaban pegados a sus telescopios, intentando, aunque más no sea, tener una modesta vista del sensacional acontecimiento. Ahora es el tiempo de la cosecha. De a poco, los científicos están comenzando a digerir los primeros resultados y fotografías de esta aventura inédita en la historia de la exploración espacial. Es un legado precioso que, entre otras cosas, nos ayudará a entender mejor la anatomía de los cometas y, al mismo tiempo, conocer algo más sobre los ladrillos que formaron el Sistema Solar, e incluso, la vida.
Encuentros con cometas
No es la primera vez que la ciencia tiene un encuentro cercano con un cometa. En 1986, una pequeña flota de naves fotografió, por primera vez, el núcleo del más famoso de todos: el Halley. Ya en 2001, la nave Deep Space se acercó al Borrelly. Y en enero del año pasado, la Stardust visitó al pequeño cometa Wild 2, de apenas 5 kilómetros de diámetro. Todos estas misiones confirmaron lo que muchos científicos sospechaban desde hacía décadas: los cometas son desprolijas amalgamas de hielo, roca y polvo. Reliquias de la formación de nuestro sistema planetario, que, en general, orbitan a enormes distancias del Sol. Y, por eso, permanecen casi intactos, debido a sus bajísimas temperaturas (del orden de los 200 grados bajo cero) y su escasa interacción con la luz solar. De todos modos, e inevitablemente, las superficies de los cometas están expuestas al medio espacial y sufren ciertos cambios, especialmente cuando se acercan al Sol. Por lo tanto, para acceder a los materiales vírgenes de la infancia del Sistema Solar, hace falta mirar adentro de un cometa. Y eso es exactamente lo que acaba de hacer la misión Deep Impact.
La mision
La idea de “atacar” a un cometa no es del todo nueva, sino que venía dando vueltas por los pasillos de la NASA hace una década. Lo cierto es que en 1999, un equipo de investigadores encabezados por Michael A'Hearn (Universidad de Maryland) convencó a la NASA de la importancia científica de semejante emprendimiento. Y fue así cómo, después de varios años de preparativos, la Deep Impact (“Impacto Profundo”) fue lanzada el 12 de enero de este año, desde Cabo Cañaveral. Su objetivo era el cometa 9P/Tempel 1 (descubierto por Ernst Wilhelm Tempel en 1867), un mazacote helado de 14 x 4 kilómetros, que gira alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter, demorando 5,5 años en completar una vuelta. A diferencia de las protagonistas de los anteriores encuentros cometarios, Deep Impact era un dúo: por un lado, estaba la “nave madre”, del tamaño de un auto, 600 kilos de peso, y cargada de un complejo instrumental científico que incluía un par de cámaras de mediana y alta resolución. Y por el otro, la sonda “impactora”, de un metro de lado, y equipada con un cono de cobre macizo de más de 100 kilos. Un adorno nada casual, por cierto: la idea era que esa máquina chocara contra el cometa, a 37 mil kilómetros por hora, para abrir un tremendo agujero en su superficie. Ese cráter dejaría ver el interior del 9P/Tempel 1. Y la nave madre le echaría un largo y escrutador vistazo.
Impacto preciso
Y bien, después de seis meses de viaje, todo salió como estaba previsto: a las 2.52 de la madrugada (hora argentina) del lunes pasado –y después de tomar una ráfaga de fotos cada vez más cercanas– la infortunada sonda kamikaze se estrelló contra el cometa. Y se vaporizó instantáneamente. “Fue como si un mosquito chocara contra un Boeing 767”, dijo Donald Yeomans, del Jet Propulsión Laboratory de la NASA, e integrante del equipo de la misión. Y aun así, el mosquito espacial se hizo notar: el impacto produjo una explosión equivalente al estallido de 5000 kilos de TNT. Fue un flash de luz que duró un segundo y fue observado y fotografiado por las cámaras de la nave madre, ubicada a unos prudentes 500 kilómetros de distancia (el flash también fue observado, con más dificultad, por varios telescopios terrestres y en órbita, incluido el Hubble). Luego, una brillante nube de escombros cometarios –disparados a casi 1000 km/hora– comenzó a elevarse por encima del lugar del impacto. Y creció sin pausa. En poco más de una hora, ese desparramo de polvo y hielo, reflejando la luz solar, aumentó seis veces el brillo general del cometa. Fue la primera vez que la humanidad alteraba dramáticamente el aspecto de otro integrante del Sistema Solar.
Primeros datos
Mientras todo eso sucedía, aquí en la Tierra, dos de los radiotelescopios de la Deep Space Network (en California y en Canberra, Australia) recibían las primeras imágenes transmitidas por la Deep Impact. Y en la sala de control de la misión, en Pasadena, la tensión general dio paso a los gritos, las risas, los llantos y los brindis. Comenzaba la cosecha científica: montones de datos y fotografías llegaban sin cesar desde la Deep Impact. “Hay tanta información, que ahora no sabemos por dónde empezar”, dijo el doctor A’Hearn.
Más allá de las espectaculares imágenes del cometa, varias de una nitidez sin precedentes (especialmente las obtenidas por el “impactor” a poco de colisionar), ya se están conociendo algunos datos preliminares: teniendo en cuenta la enorme cantidad de restos dispersos, parecería que la colisión generó un cráter de alrededor de 100 metros. O tal vez, más. Y tal como muchos astrónomos sospechaban, todo eso sugiere que la corteza y parte de la estructura interna del 9P/Tempel 1 es bastante porosa, y estaría formada por materiales débilmente unidos por la gravedad (un cráter mucho más chico, en cambio, delataría una estructura externa más sólida y compacta, como la de un cubo de hielo macizo). Por otra parte, los análisis espectroscópicos de la nave madre han revelado una gran variedad de compuestos, pero aún no están del todo identificados. Finalmente, algunas observaciones telescópicas recientes indican que, probablemente, el impacto aumentó considerablemente la actividad de sublimación de hielos en ese sector de la superficie del cometa (probablemente por exponerlos al Sol). Sea como fuere, está muy claro que todavía hay mucho trabajo por delante.
Doble valor
Sin dudas, el objetivo primario de esta nueva aventura espacial era obtener una mirada al interior de un cometa. Y así, conocer mejor los materiales primigenios que forjaron el Sistema Solar. Pero existe un segundo beneficio, si se quiere más práctico, y hasta ligado a nuestra supervivencia: conocer mejor a los cometas será esencial a la hora de defendernos de ellos. La historia de la Tierra está repleta de episodios catastróficos vinculados con impactos de cometas (y asteroides). Y nada impide que algo así vuelva a suceder. “Deep Impact no fue diseñada específicamente para resolver cuestiones sobre la defensa del planeta, pero sus resultados, y los de futuras misiones, nos darán nuevas pistas sobre las propiedades físicas de los cometas”, explica A’Hearn. Conocer a fondo la anatomía cometaria puede ser la clave para elegir correctamente un método de defensa necesario para destruir, o desviar, a un cometa potencialmente amenazante. Tan simple y tan esencial. En cierto modo, entonces, éste pudo haber sido el primer experimento espacial destinado a la protección de la Tierra. Desde este punto de vista, el legado de la misión Deep Impact adquiere un valor aún más extraordinario.
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