Sáb 16.07.2005
futuro

Trágame...

Durante bastante tiempo, la geología y la literatura trabajaron codo a codo, por lo menos en lo que hace a la exploración del centro de la Tierra, territorio (si es que se lo puede llamar así) desconocido hasta hace poco. Desde el siglo XVIII autores como Ludvig Holberg (El viaje subterráneo de Niels Klim, 1741), Casanova (Icosamerón), obviamente Julio Verne y su Viaje al centro de la Tierra y más tarde Tina o de la inmortalidad de Arno Schmidt (1958) elaboraron el tema desde la imaginación, mientras la geología incipiente construía, también, sugerentes teorías como la del gran océano en retirada. Ciencia y literatura reflejan reflejos: el del centro de la Tierra en el imaginario colectivo, y en los aparatos que lo estudian y lo miden; una y otra intercambian metáforas e ideas que a veces confluyen y a veces no, pero que son siempre bellas e interesantes.

› Por Guillermo Piro


Siempre hay una huella que seguir para entrar en posesión de un conocimiento ya adquirido pero enterrado profundamente en el secreto. Se viaja siguiendo la huella dejada por un predecesor, uno se dirige a un futuro que pasa por el pasado, y esta eclosión del pasado nos restituye la visión de la faz antigua de la Tierra. En definitiva, descubrir significa redescubrir.

Hoy sabemos sobre el centro de la Tierra bastante más que en la época de Julio Verne. Pero sigue habiendo toda una literatura, que desde el siglo XVIII pretende dar cuenta de ese infierno. Algunas hipótesis son desopilantes, pero ya se verá que eso también parece pretender explicar algo.

CAIDA LIBRE

Ludvig Holberg es considerado el padre de la literatura danesa. Publicó El viaje subterráneo de Niels Klim en 1741. El mismo Holberg amplió la historia y volvió a editarla en 1745. Holberg debe haberse fascinado con los Viajes de Gulliver, que Jonathan Swift había publicado en 1726, y su Niels Klim responde perfectamente a lo que luego se daría en llamar “literatura utópica”. En ella, Niels Klim, un joven estudiante de filosofía y espeleólogo aficionado, cae en una caverna y recobra el conocimiento en un universo subterráneo en el que gravitan el Sol y sus planetas. Allí encuentra a los “potuans”, árboles animados, dotados de habla, ejemplos de sabiduría, apasionados por la agricultura, la igualdad y la libertad, que prosperan bajo el mandato de un rey amado por sus súbditos. Niels Klim se cruza en sus peregrinaciones con monos locuaces y vanidosos, seres que ignoran el dolor y por eso viven en una monotonía intolerable, hombres esclavos en un reino de mujeres; pueblos siempre felices, pueblos siempre tristes, otros siempre sanos o siempre enfermos; se extravía en la tierra de los bostankis, que tienen el corazón en el muslo derecho; en la de los acéfalos, que a falta de cabeza tienen la boca en el estómago; en la de los habitantes de la tierra glacial, que se funden cuando los toca un rayo de sol. Al final, después de muchas aventuras, Niels Klim consigue ser nombrado rey y desencadena una guerra entre naciones. Finalmente consigue volver a la superficie. El texto, escrito en primera persona, es el relato de su historia.

UN MUNDO FELIZ

En su novela utópica Icosamerón (la única novela escrita por Casanova, si se considera al Duelo como una extensión de un pasaje autobiográfico) Casanova visita el centro de la Tierra admitiendo la contradicción del espejo: el mundo feliz sólo puede ser otro, es decir, ficción, literatura, ilusión, engaño. El narcisismo polígrafo de Casanova mezcla geografía y geología, química e hidráulica, historia y exegesis bíblica. Siempre bajo la impronta volteriana, reconocible en el gusto por la digresión y el excursus filosófico.

En el famoso relato de Voltaire, Micromegas (habitante de la estrella Sirio, de visita a la Tierra) medía ciento veinte mil pies; en contraposición, los megamicros (habitantes del centro de la Tierra) casanovianos tienen apenas cincuenta centímetros de estatura. Siempre de manera especular, pero haciendo uso de la técnica anamórfica, Casanova retoma la idea del Maestro, a quien había conocido personalmente veinticinco años antes, en Suiza.En el Icosamerón el narrador es el joven inglés Eduardo, quien junto con su hermana, Elisabeth, reemerge del centro de la Tierra (adonde habían caído ochenta y un años antes durante un naufragio) para relatar el encuentro con un mundo desconocido, habitado por los megamicros (un mundo semi perfecto: el proto-cosmos). La larga narración ocupa, como sugiere el título, el arco temporal de veinte jornadas. Al igual que en los Viajes de Gulliver y en El viaje subterráneo de Niels Klim, el mundo interior de los megamicros no es más que un concentrado perfecto de las utopías iluministas. Dicho mundo está dividido en muchos reinos y alguna que otra república, todo ello iluminado por la misma y única fuente de luz: la divinidad. Los megamicros viven divididos en castas sociales, cada una diferenciada de la otra por un particular color de la epidermis. Un mundo ordenado y, por lo tanto, feliz.

Los dos hermanos, dejándose vencer por el ímpetu ciego y amoral de la naturaleza, cometen incesto y, como Deucalión y Pirra, o como Adán y Eva, dan origen a una nueva estirpe de gigantes, una progenie de cuatro millones de individuos. Gran parte de la novela la ocupan los avatares demográfico-políticos de esa descendencia, que conseguirá afirmarse gracias al ingenio técnico y científico de Eduardo.

La moraleja final también encierra en sí un núcleo estrechamente autobiográfico: el hombre sin patria puede triunfar sólo gracias a la sabiduría, es decir, a la filosofía. Eduardo encarna para Casanova el sueño de toda su vida: poseer no mujeres ni gloria mundana, sino la verdad. Eduardo es el aventurero que deviene filósofo, la virtud suprema siempre deseada y nunca alcanzada por Casanova.

El Icosamerón lleva, a modo de introducción, un Comentario literal acerca de los tres primeros capítulos del Génesis, donde Casanova declara explícitamente: “He escrito este comentario no para probar que la historia del mundo interior es verdadera, sino para convencer a los cristianos de que ella puede serlo en las Sagradas Escrituras”. Por lo tanto este texto ofrece, mejor que ningún otro, la posibilidad de examinar el iluminismo, en ciertos aspectos atípicos de Casanova. En efecto, el texto no es otra cosa que un concentrado de las contradicciones filosóficas de Casanova en materia religiosa, una suerte de preparado alquímico con elementos que remiten al racionalismo más desencantado, al fideísmo racionalmente correcto y al agnosticismo moderado.

Casanova analiza uno de los cinco libros (el Pentateuco) que los judíos llaman la Ley (la Thora), libro que contiene, en sus primeros tres capítulos, el relato atribuido a Moisés sobre el origen del mundo, de la humanidad y la caída de Adán y Eva. Y aun sosteniendo que “todo es verdad en las Sagradas Escrituras”, afirma: “las verdades que proclama no conciernen a la fe”, en tanto “las que tienen que ver con la fe fueron confirmadas por la Iglesia, son sagradas y sería un delito manipularlas”, mientras que “las que tienen que ver con la historia y la razón, en cambio, pueden interpretarse”.

Basándose en el texto bíblico, Casanova trata de demostrar que la génesis de la humanidad, la creación del hombre por parte de Dios, fue en realidad una génesis doble, y que además del hombre y la mujer creados en la corteza terrestre existen otros seres (los megamicros), distintos a nosotros, que habitan en el interior, en el Protocosmos (el término proto-cosmos indica que dicha humanidad fue creada antes que Adán).

La afirmación de que es posible conciliar un relato fantástico y arbitrario con las Sagradas Escrituras le sirve a Casanova para asignarles a la fe y a la razón límites y autonomías precisas: “Aquellos que creen, por un acto de fe, en lo que depende de la razón, son indolentes, indignos de la facultad de razonar; aquellos que aumentan sin necesidad los objetos de la fe vuelven más difícil el camino a la salud eterna; aquellos que quieren someter a la inteligencia y a la sustancia de los misterios a larazón son los destructores de los misterios; aquellos que dicen que la filosofía más profunda no está hecha para arribar a las más sublimes verdades de la teología deshonran a la filosofía sin conocerla y vuelven a la teología la ciencia de los ignorantes. Sólo la religión posee las verdades que la teología ha descubierto, y la teología nunca las hubiese descubierto si la filosofía no las hubiera buscado. Philosophia quaerit, Theologia invenit, Religio possidet”.

TERRA INCOGNITA

Cuando se habla del centro de la Tierra el primer nombre que acude a la mente es sin duda el de Julio Verne. Su viaje a los infiernos (Facilis descensus Averni, dice Verne, citando a Virgilio) es efectivamente un viaje, pero de exploración. Un viaje acorde con el proyecto explícito que preside la concepción total de su obra, es decir, describir como sea posible los mundos conocidos y desconocidos. El destino es el punto supremo, el lugar sagrado por excelencia, inaccesible al profano. El umbral, la puerta del infierno, esta vez se encuentra en un volcán. Y en Islandia. Las pruebas se suceden: la sed, la pérdida del guía, el laberinto, las tinieblas, la muerte. En el centro de la Tierra un océano espera, el mediterráneo por excelencia. Allí conviven las tinieblas y la más espléndida claridad, una luz especial que ilumina un sitio indescriptible por lo inefable, una luz mágica, que no proyecta sombras.

Michel Foucault niega el carácter de iniciación de esta obra basándose en que al final nada cambió, ni sobre la Tierra ni en el interior de la misma, ni en el interior de sus protagonistas. Pero esto no es del todo cierto.

CAMPOS “ELISEOS”

Tina o de la inmortalidad (1958), del escritor alemán Arno Schmidt, se funda en un hallazgo verdaderamente original: el narrador, a causa de un encuentro banal, es llevado a un evanescente lugar subterráneo llamado Elíseo, donde encuentra reunidos, en calidad de residentes temporarios a todos los escritores que sobreviven en la memoria de los lectores a través de las citas de sus escritos, la reedición de ellos o la mera y simple mención de sus nombres en una enciclopedia. Desesperados, viven una vida gris, tediosa, esperando que las citas y los libros se agoten para poder así, finalmente, ser catapultados en la tan ansiada “nada”.

La amante y guía del narrador, su Virgilio (Tina Halein, seudónimo de Kathinka Zitz, una mediocre escritora de mediados del siglo XIX), que en la superficie trabaja en un quiosco de diarios y por la noche vuelve a su departamento en el Elíseo, está retratada con los habituales ingredientes cínico-eróticos que Schmidt reserva a sus protagonistas femeninas.

Schmidt consigue darles una vuelta de tuerca más a las fantasías que tienen como escenario el mundo interior. Cada tanto se permite que este mundo oculto sea visitado por algún escritor en ciernes con el fin de disuadirlo en su intento de inmortalizarse por medio de la escritura (los consejos finales que su Virgilio le da al protagonista antes de abandonar el Elíseo para llevar una buena vida terrenal son más que elocuentes: “Retirarse al campo. Ser tonto. Copular. Mantener el pico cerrado. Ir a misa. Si en el horizonte asoma un gran hombre, desaparecer dentro del establo: ¡allí puedes estar seguro de que no irá a buscarte! Votar en contra de la alfabetización; a favor del rearme: ¡bombas nucleares!”). Según Schmidt los libros que conocemos sobre el centro de la Tierra (Holberg, Casanova, Verne) son el resultado de esas invitaciones, sólo que los respectivos autores prefirieron no faltar a la palabra dada y narrar esa visita en clave. Tina o de la inmortalidad, entonces, sería el producto de una traición: Schmidt cuenta toda la verdad y da, supuestamente, por zanjado el tema. Parece haberlo conseguido; al menoshasta tanto aparezca otra historia de ficción ambientada en el centro de la Tierra.

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