NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Por Pablo Capanna
Una tarde me encontré con William C. Morris en una calle de Palermo Viejo. Hace muchos años que paso con el tren por una estación que lleva su nombre. Algunas pintadas recuerdan que allí hubo una emboscada donde murieron varios jefes montoneros. Hace poco se llenó de cámaras de la televisión, durante la semana en que los desastres del ferrocarril estuvieron de moda, pero todo quedó igual.
Siempre dudé si ese Morris era el mismo que había marcado rumbos en el arte del siglo XIX como poeta, pintor, artesano y utopista. Morris había ejercido una gran influencia en el pensamiento socialista y también había inspirado el movimiento de las “ciudades-jardín”. No lejos de allí, en El Palomar, había una de ellas.
Lo que descubrí en Palermo era una humilde y descuidada plazoleta. A la escasa sombra de unos pocos árboles dormían un par de crotos, que a sólo unas cuadras de allí hubieran sido homeless. También había un pequeño monolito de cemento (de haber sido una placa de bronce no se hubiera salvado) que evocaba la memoria de William C. Morris, un maestro argentino nacido en Cambridge. Un siglo antes, en ese mismo barrio, Morris se había hecho cargo de los chicos de la calle. Luego fundó orfelinatos y escuelas de artes y oficios para varios miles de excluidos, con un modesto lema: “Pasaré por este mundo una sola vez”.
La plazoleta de Palermo y alguna consulta a la enciclopedia terminaron por convencerme de que había dos Morris: William a secas, el utopista inglés, y William C., el educador argentino. Lo contrario hubiera sido suponer que a algún edil inspirado se le hubiera ocurrido algo así como ponerle Tomás Moro, Edward Bellamy o Samuel Butler a alguna calle. Pero cosas más raras se han visto.
También se me ocurrió preguntarme qué nos habían dejado los dos Morris.
Sueños de artista
William Morris (1834-1896) era un ser sumamente creativo: fue artista, artesano, poeta, utopista, político y realizó una obra descomunal teniendo en cuenta los años que alcanzó a vivir. Considerado uno de los mejores dibujantes de la historia, creó estilos innovadores en cerámica, vidrio, muebles, empapelados, tejidos, telas estampadas, tapices, alfombras, tipografía y grabados.
Dueño de una próspera empresa (Morris, Marshall, Faulkner & Co., que tenía entre sus clientes a la reina Victoria) y de una editorial para bibliófilos (Kelmscott Press), acumuló una considerable fortuna, pero al mismo tiempo supo ser amigo de la hija de Karl Marx y un sacrificado militante socialista.
Tradujo poesía del griego, el latín, el danés, el islandés, el inglés y el francés antiguos. Siguiendo una moda que él mismo indujo, escribió poemas sobre una Edad Media caballeresca y totalmente idealizada, con títulos como La defensa de Ginebra, El Paraíso Terrenal o Sigurd el Volsunga.
Pero también concibió una inclasificable utopía: Noticias de Ninguna Parte (1890). No sólo influyó en socialistas y anarquistas. Borges solía citarlo y la señora Dalloway, la protagonista de la novela de Virginia Woolf, aparecía leyéndolo con fruición.
Hoy es recordado por los partidos verdes y algunos ecologistas, más por los valores que defendía (rescate del ocio, lucha contra la fragmentación del trabajo y búsqueda de tecnologías “naturales”) que por sus propuestas concretas. Quizá su mayor atractivo estuvo en reclamar que un orden social más justo incluyera el derecho a que todos pudieran gozar de la belleza. Aunque, como suele ocurrir, los que fallan no son los fines, sino los medios.
Del atelier al comite
Morris era hijo de un acaudalado agente de bolsa que murió cuando él tenía trece años, dejándole suficiente dinero para vivir sin preocupaciones. Siendo adulto, acumuló otra considerable fortuna con su empresa. A los siete años, leyó los libros de Sir Walter Scott, que le inculcaron una visión rosada del Medioevo. En Oxford se hizo amigo del pintor Edward Burne-Jones. Ambos admiraban a Ruskin, veneraban el arte medieval y estaban horrorizados por la “fealdad” del mundo burgués. Viajaron por Bélgica y Francia para estudiar el gótico y juraron dedicar sus vidas al arte. Cuando se les unió el pintor y poeta Dante Gabriel Rossetti, fundaron el movimiento conocido como Prerrafaelismo, que se proponía anular el Renacimiento para volver al Medioevo.
Luego, Morris se casó con Jane Burden, la inquietante modelo del único cuadro que se le atribuye. Ambos se dedicaron a amueblar y decorar Red House, una casa que marcaría el gusto de toda una época, y tuvieron dos hijos. Más tarde se empeñaron en embellecer otra mansión, Kelmscott Manor, y Rossetti se fue a vivir con ellos. Morris hizo un viaje a Islandia, donde se empapó de epopeyas nórdicas. Pero a su regreso el ménage à trois se terminó, porque Jane se fue con el otro.
Al parecer, el fracaso matrimonial empujó a Morris hacia la política. En 1883 estuvo entre los fundadores de la Federación Socialista Democrática. Si en Oxford había pensado en hacerse sacerdote anglicano, ahora se proclamaba marxista. Inspirado en una peculiar lectura de El Capital, escribió un extraño libro, El sueño de John Ball.
Su protagonista viaja al siglo XIII y se encuentra con un cura revolucionario que está incitando a los campesinos a rebelarse. Cuando le describe el futuro que le aguarda a Inglaterra (un mundo dominado por el capitalismo salvaje) el rebelde se horroriza y está a punto de desistir.
Más tarde el SDF se dividió, y Morris se fue junto con Eleanor Marx para fundar la Liga Socialista. Dirigió The Commonweal, el órgano del partido, en cuyas páginas publicó su utopía. Esta fue su época de mayor activismo; entre 1884 y 1890 solía hablar en más de tres actos políticos por semana, sin descuidar sus actividades artísticas y doctrinarias. En 1887 marchó junto a George Bernard Shaw en una manifestación crudamente reprimida que pasó a la historia con el nombre de “Domingo de Sangre”. Esta experiencia lo llevó, para la segunda versión de su utopía, a postergar la revolución unos cincuenta años.
De Utopia a Ninguna Parte
Ninguna Parte (Nowhere) es Utopía en inglés. El título es un homenaje a Tomás Moro y una respuesta a El año 2000. Si llega el socialismo (1888) de Bellamy.
Sin embargo, la ficción de Morris parecería estar más cerca del cuento de hadas que de la utopía. Quienes la defienden suelen decir que todo lo que cuenta es un sueño; pero el hecho es que apareció en un periódico partidario e iba dirigida a militantes políticos que la tomaban como un modelo a realizar.
Morris se acuesta tras una tumultuosa sesión del comité, que para el caso tiene una composición bastante habitual: “seis personas, es decir seis secciones del partido, cuatro de los cuales son anarquistas”. Se duerme, harto del hacinamiento y la lobreguez del mundo industrial. Cuando despierta (año 2102), se encuentra ante un paisaje bucólico. En el lugar donde estaba Londres se extiende una continuidad de parques, vergeles y bosquecillos. Hay unas pocas y sobrias casas de campo y sólo quedan en pie algunos edificios históricos, rodeados de jardines. Más adelante, remontará el Támesis hasta Oxford, para participar de la siega del trigo, que ha llegado a ser la mayor de las fiestas de ese tiempo.
El paisaje es casi el mismo que pintaba Richard Jefferies en otra utopía bucólica (After London, 1885), aparecida unos años antes.
Dos siglos antes ha ocurrido una revolución, que no sólo fue capaz de abolir la propiedad privada sino de restaurar el paisaje inglés medieval.
La historia de la toma del poder por los socialistas parece calcada sobre la crónica de la Revolución Francesa que había escrito Tom Paine. En el año 1952, la desobediencia civil y una huelga general hacen caer al poder capitalista. Lo reemplazan unos Comités de Salud Pública, que triunfan en una larga guerra civil y llevan a cabo todas las reformas. Pero para el tiempo en que despierta Morris, ya no existe gobierno alguno, sino apenas asambleas vecinales.
La revolución decidió demoler las ciudades industriales y sus ruidosas fábricas, eliminando de paso los ferrocarriles y los barcos de vapor. No habiendo ciudades, el campo ha vuelto a poblarse; se trabaja con agricultura orgánica y se cosechan espléndidas frutas y verduras, sin maquinaria ni agroquímicos. “Antes –le explican a Morris– la gente quería esclavizar a la naturaleza, porque no reconocía que formaba parte de ella.”
Un país de aldeas
En Nowhere no hay dinero ni propiedad privada. El Parlamento es usado como depósito de estiércol. Tampoco hay tribunales. La mayoría de los delitos eran fruto de la propiedad privada y ahora hasta los más aberrantes son tolerados como meros “espasmos nerviosos”.
No hay fábricas. La producción se realiza en los Talleres Reunidos, y es casi enteramente artesanal. El trabajo es voluntario en todos los oficios, y no excede turnos de una hora. Se mencionan vagamente unas “máquinas inmensamente mejoradas”, una “fuerza superior a la del vapor” y hasta unos barcos que presumimos eléctricos, pero de todos modos “no es una época de invenciones”.
Las mujeres han conquistado el amor libre y el divorcio, pero prefieren seguir sirviendo a los hombres, porque el cuidado del hogar es lo que más les gusta. No existen las escuelas: Morris decía que la escuela no le había enseñado nada útil. En su ficción, los niños se educan acampando en el bosque, donde aprenden las habilidades básicas: nadar, cabalgar, cocinar, algo de carpintería. Como no hay maestros, aprenden a leer solos, cuando quieren, en las bibliotecas que hay en las casas de sus padres. Optimista, Morris piensa que de esta manera podrán aprender inglés, francés, alemán, celta, ¡hasta latín y griego!
El más ingenuo de los lectores se preguntará de dónde sacarán los libros sus padres, supuestamente criados por la misma pedagogía. También querrá saber, al no observar ningún vestigio de ciencia médica, de enfermos ni discapacitados, cómo es posible que todas las mujeres sean bellísimas y que a los cuarenta y dos aparenten veinte.
Pero la gran pregunta es: ¿dónde ha ido a parar toda la gente que antes se apiñaba en la región cuando estaba densamente poblada? No se habla de control de la natalidad, pero sus viviendas han sido demolidas y ahora todos parecen contar con espacio más que suficiente.
Morris soñaba con restaurar el “comunismo primitivo”. Caprichosamente, lo remitía a la Inglaterra medieval, antes del surgimiento del “sistema comercial”. Pero su Edad Media se limitaba al arte gótico, obviando detalles tan incómodos como las hambrunas, las pestes, el feudalismo o las Cruzadas.
Inspirado por Ruskin y Carlyle, Morris había llegado a creer que, por ser jerárquico, el feudalismo era superior al capitalismo. Con esta visión, entre reaccionaria y anarquista, criticó duramente la utopía de Bellamy porque el norteamericano no se resignaba a hacer desaparecer al Estado. Engels fue bastante duro con él, y en una carta a la hija de Marx lo calificó como un “acaudalado socialista sentimental”.
Lo más extraño es que haya habido tanta gente capaz de tomárselo en serio. Se diría que su utopía no sólo parece ignorar la política y la economía, sino media docena de ciencias más.
Morris en Buenos Aires
Morris influyó en la formación de los urbanistas Walter Gropius y Lewis Mumford. En Rusia tuvo por discípulo al agrónomo y utopista Alexander Chayanov. También inspiró el movimiento de las Ciudades Jardín de Sir Ebenezer Howard, cuya parodia son los countries de hoy.
En Argentina, Morris también tuvo sus seguidores. El más recordado fue “Pierre Quiroule” (Joaquín Alejo Falconnet). un inmigrante francés que trabajaba como tipógrafo en la Biblioteca Nacional y publicaba un periódico anarquista (La Liberté) en su idioma. Lector de Kropotkin y de Morris, el anarquista galo publicó una de las primeras utopías que se escribieron en Argentina: La ciudad anarquista americana (1914). En la ficción, Argentina se llama El Dorado y Buenos Aires, Las delicias. La ciudad ha sido reconstruida después de la revolución y ahora se autogestiona. El ejemplo está cundiendo en el mundo, y para acelerarlo los anarquistas criollos cuentan con un arma secreta: el “vibraliber”, un rayo mortífero que derrotará al capitalismo.
El libro trae un croquis de la planta urbana de Las Delicias. Son tres cuadrados concéntricos con diagonales de nombres resonantes (Armonía, Actividad, Amistad, Humanidad) y una Plaza de la Anarquía donde hoy está la Plaza de Mayo. Al revés de todo lo que conocemos, las plantas industriales (movidas por la energía eléctrica y la geotérmica) ocupan el centro. En las afueras están las zonas residenciales con chalets hechos de vidrio, rodeadas de parques y piscinas públicas. El anarquista francocriollo era mucho más práctico que su maestro británico y no renegaba en ningún momento de la tecnología.
La palabra “socialismo” ha sido una de las más polisémicas que se conozcan, por no decir de las más manoseadas; ha servido para cosas tan dispares como el socialismo soviético, la socialdemocracia, el “socialismo nacional” y hasta el propio nacionalsocialismo. El “ecologismo” corre el riesgo de sufrir la misma suerte.
Plantear el socialismo con la superación del capitalismo, que fue la opción de Marx y Engels, era mucho más racional (a pesar de todo lo que se hizo en su nombre) que caer en esquemas tan absurdos como esta suerte de “socialismo feudal” de Morris.
Recordemos que no sólo los hippies hubieran estado de acuerdo con Morris. También Hitler, antes de Stalingrado, le confió a Bormann sus planes para convertir a Ucrania (previo genocidio de los ucranianos) en una comarca de idílicas comunas campesinas, tan frugales y vegetarianas como era él.
Puesto a elegir, me quedo con el Morris de Palermo.
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