Sáb 01.06.2002
futuro

DE LAS BANDERAS A LAS MARCAS PUBLICITARIAS

El poder de los símbolos

Las palabras y las cosas, el símbolo y su objeto, la bandera y la Nación: entre el signo y su referente hay una distancia que muchas veces suele ser olvidada. La bandera nacional, que “representa” a un país, para las leyes “es” el país. Sin embargo, las leyes no son las únicas “confundidas”: desde un “atentado” ficticio que sufrió la reina de Inglaterra hasta la destrucción de las Torres Gemelas –otro atentado contra el símbolo del poder– es larga la historia de los iconicidios. Y ésa, precisamente, es la historia que cuenta el escritor y filósofo Pablo Capanna en esta edición de Futuro, que también revela cómo los logos se transformaron en índices del funcionamiento de un capitalismo global que privilegia el nombre de las marcas y deja a los productos en un segundo plano.

› Por Pablo Capanna

Dialogando con un periodista japonés allá por 1982, el escritor James G. Ballard rescató una de esas noticias “insólitas” que sirven para dar la nota de color en los noticieros televisivos y todos olvidan al otro día.
Un hombre había sido detenido durante un desfile militar por hacer seis disparos contra la reina de Inglaterra con un arma de juguete. A pesar de que obviamente no hubo heridos, nada impidió que el falso asesino se pasara dos años en la cárcel.
La policía había frustrado (¿?) un magnicidio simbólico, y el sujeto había sido procesado simplemente porque el atentado era tan realista que bien hubiese podido sido real.
El arma era una réplica perfecta, de las que se fabrican en metal liviano para alimentar la neurosis de esos coleccionistas que fantasean con la violencia. A primera vista resulta imposible distinguirlas del arma real y a veces cuestan casi tanto como ella.
Si los disparos habían sido simbólicos, la víctima no lo era menos. La reina Elizabeth II, montaba un caballo blanco, vestía como un oficial y presidía el desfile de un cuerpo de caballería inútil para cualquier guerra moderna, presidiendo una ceremonia de valor puramente simbólico. Toda la escena, montada con uniformes del siglo XVII, era una fantasía destinada a simbolizar el poder de la Corona británica.
Un crimen simbólico, efectuado con un arma simbólica, disparada contra un símbolo. Para el caso, el blanco ilustre había cumplido la función de un pato mecánico de parque de diversiones o de un enemigo virtual de videogame. Pero por un momento había sido difícil discernir la ficción del hecho real. Eso sin duda le había costado su empleo al responsable de la seguridad, había dejado perplejos a los jueces y le había dado unos días de fama al francotirador.
Desde que los medios dominan nuestras vidas, los famosos atraen morbosamente a los psicópatas: dos años antes un hombre había matado a John Lennon sólo por ser famoso. Quienes veinte años después iban a destruir las Torres Gemelas también realizarían una suerte de iconicidio, un atentado contra los símbolos del poder.
Ballard, quizás el más lúcido y agudo de los escritores ingleses desde los tiempos de Aldous Huxley, encontraba en hechos como éste una prueba de la creciente confusión entre lo real, lo ficticio y lo simbólico. Alguna vez definió el mundo en que vivimos como “una sopa de ficciones donde flotan algunos trozos indigeribles de realidad”.
Es una comprobación que los argentinos acaban de sufrir, al despertar del sueño menemista y descubrir la triste realidad al son de las cacerolas.

El animal simbolizante
El filósofo alemán Ernst Cassirer (1874-1945) fue junto con Charles Peirce uno de los fundadores de eso que hoy recibe el nombre de semiótica. La Filosofía de las formas simbólicas, que escribió en los años 20, antes que Hitler lo obligara a irse de Alemania, sigue siendo un clásico en este tema.
Cassirer corregía a Aristóteles, quien había definido al hombre como animal racional, y prefería distinguirlo como el único ser “simbolizante”. Un ser capaz de crear signos y símbolos es el único animal capaz de crear cultura, que en definitiva es un complejo sistema de símbolos. El hombre también suele ajustar su comportamiento a los rituales culturales (que sonoperaciones simbólicas), a veces en desmedro de su percepción de la realidad.
Sobre una base similar, el lógico polaco Alfred Korzybski (antes de comenzar su incursión en la pseudociencia) propuso un principio que no por ser de sentido común ha dejado de tener vigencia.El conde polaco, que durante la Primera Guerra Mundial había perdido un escuadrón de caballería al ordenarle avanzar por un pantano que no figuraba en los mapas, hizo famosa una fórmula: “El mapa no es el territorio, la palabra no es la cosa nombrada, y el símbolo no es lo que simboliza”.
La bandera nacional –glosaba Gregory Bateson– sólo representa al país, pero para el ciudadano común y para las normas protocolares “es” el país. Siempre hay gente dispuesta a dar la vida por la bandera y muchos más a matar por ella. Incluso aquellos que queman las banderas de un país enemigo proceden de la misma manera, como si estuviesen quemando a sus habitantes, en la más arcaica tradición de la magia homeopática. A veces, para identificarse alcanza con los colores de la bandera, con los cuales se pintan la cara los hinchas de fútbol, en los no siempre incruentos rituales que preside la FIFA, como el que empezó ayer.
En este campo, los argentinos del siglo XIX, empeñados en construir una nacionalidad y un imaginario propio, estuvieron entre los más creativos. Si la bandera es el símbolo de la Nación (lo cual explica los complicados rituales escolares para doblar, guardar, izar y arriar el símbolo, como si se corriera el riesgo de ajar a la Patria) los argentinos hemos sido capaces de inventar el símbolo del símbolo. Levantamos un Monumento a la Bandera, cantamos un Himno a la Bandera y hasta celebramos el Día de la Escarapela. Se dirá que no nos sobran los sabios estadistas, pero nadie podrá decir que nos falten símbolos.
Con el eclipse de los estados nacionales, el simbolismo de las banderas ha pasado a segundo plano, aunque no tanto si pensamos en la omnipresencia de las barras y estrellas en el cine hollywoodense. Pero sin duda en el mundo globalizado, donde las naciones tienden a ser reemplazadas por bloques económicos, las banderas han perdido bastante de su carga emotiva.
Se diría que su lugar en el imaginario ha sido ocupado por las marcas, al punto que muchos son capaces de matar por un par de zapatillas de marca y no se vacila en sacrificar los destinos de muchos en aras de un logotipo, como antes se hacía por una bandera.

Banderas al viento
Si bien los estandartes, las oriflamas, los lábaros y las águilas romanas son símbolos del poder bastante antiguos, el origen de las banderas, que aglutinaron simbólicamente a los Estados modernos, resulta tan paradójico como inquietante.
El historiador de la tecnología Lynn White, Jr. ha propuesto una hipótesis convincente sobre el origen de las banderas, que cuenta con algún fundamento histórico.
Para Lynn White, las banderas fueron el efecto secundario de una de las mayores innovaciones de la alta Edad Media: el estribo. Aunque nos cueste calificar cosas como el estribo y el arnés como innovaciones tecnológicas, el hecho es que cambiaron las técnicas militares, del mismo modo que la collera permitió aprovechar mejor la fuerza de los animales de tiro. En su tiempo fueron cambios revolucionarios.
Se cree que el estribo se originó en la India unos dos siglos antes de la era cristiana. La silla de montar y el estribo permitían al guerrero mantenerse firme sobre su caballo. Antes de ellos, el lancero corría el riesgo de ser despedido de su cabalgadura cuando hacía impacto en su enemigo. Ahora, la fuerza muscular se incrementaba con la inercia del caballo lanzado al galope. Ambos, jinete y caballo, resistían mejor elgolpe sin rodar cada vez que chocaban contra el escudo o la armadura del rival.
Pero a pesar de esto, cuando lograban ensartar al adversario, la lanza quedaba clavada en él y arrastraba al jinete. Se hacía necesario amortiguar el golpe, para poder retirar el arma y usarla contra el enemigo siguiente.
Para lograrlo, los búlgaros les habían puesto a sus lanzas un travesaño de metal, pero cuando se extendió el uso de las armaduras, las lanzas también terminaban por trabarse. Hubo otros que prefirieron usar colas de caballo, pero a principios del siglo X alguien comenzó a usar trozos de tela colorida anudada en la lanza. Así aparecieron los pendones, banderines de colores distintos para identificar al guerrero o a su jefe. Cada vez que los caudillos se reunían a discutir la interna, clavaban sus lanzas con el pendón de color que los distinguía frente a la tienda donde negociaban.
Así nacieron las banderas, por amor a las cuales tantas muertes hubo, heroicas, dignas, inútiles, injustas, crueles o absurdas.

Mutaciones
Más antiguos y más duraderos que los colores de banderas y escudos, los símbolos religiosos y filosóficos también tuvieron su evolución.
Los símbolos más arcaicos se construyeron sobre la base de figuras geométricas simples, de esas que pueden aparecer en cualquier contexto, como el círculo, el triángulo o la cruz, pero fueron cargándose de distintos contenidos emotivos a medida que migraban de una a otra cultura.
Así el cristianismo convirtió un instrumento romano de tortura como la cruz en símbolo de esperanza. Pero luego los conquistadores españoles descubrieron que la cruz también había aparecido en América, donde simbolizaba el agua.
Los nazis convirtieron la esvástica, que en la India y la Mesopotamia había sido un símbolo de prosperidad, en emblema del genocidio. Los hippies de los ‘60 intentaron en su momento rescatarla como signo esotérico pero no pudieron neutralizar la carga nazi. Muchos siglos antes, los primeros cristianos la habían usado en algún momento para disimular la Cruz asimilándola a un motivo griego formado por cuatro letras gamma: la “cruz gamada”. Sabemos incluso que, lejos de ser patrimonio de la raza aria, la esvástica también era conocida entre los indios americanos, como símbolo del sol.
Para representar el principio activo de su química (el mercurio) los alquimistas habían creado un símbolo formado por dos semicircunferencias tangentes, cruzadas por una línea como dos letras “psi” opuestas. El signo, que ya usaban los astrólogos para representar al planeta Mercurio, anduvo un tiempo por los textos esotéricos y reapareció a mediados del siglo XX en los contextos más paradójicos que podamos imaginar.
Cualquier argentino puede verlo en el emblema de la Universidad Tecnológica Nacional, que cruza dos semicircunferencias con un signo “+”. Quien lo diseñó y fue premiado en un concurso público de fines de los años 50 fue un olvidado estudiante de arquitectura que no sabía nada de alquimia y sólo se había propuesto simbolizar la exactitud y el rigor científico.
Pero apenas unos años después, en 1966, las ocho patas de la “araña” mercurial adquirieron nuevas connotaciones, incluso siniestras, cuando comenzaron a circular por el mundo de los ovnis. Para muchos ufólogos, el signo identificaba a los agentes del planeta Ummo, un mundo del sistema Wolf 424, que estaban infiltrados entre nosotros, como los invasores de aquella serie de TV.
El creador el mito, que en ese tiempo tuvo muchos adeptos en Argentina, fue un profesor de física español llamado José Luis Jordán Peña. A lamanera del Unabomber, Peña enviaba cartas y hacía misteriosos llamados desde distintos lugares de Europa, para difundir la conspiración “ummita”. Hasta llegó a fraguar las pruebas de supuestos aterrizajes de naves extraterrestres en Galicia, para lo cual contó con algunos cómplices.
Durante treinta años, el mito se extendió por todo el mundo. Llegó a darles trabajo a los servicios de inteligencia de Franco, que infiltraban a los grupos “ummitas” creyéndolos manejados por agentes del KGB. Tampoco dejó de interesarle a la CIA.
Por fin, en 1993, cuando Peña se enteró de que la secta Edelweis marcaba a fuego a los niños con el signo de Ummo, confesó espontáneamente su fraude ante la policía, admitiendo que su “experimento” había ido demasiado lejos. Pero ya era tarde, porque el mito y el símbolo habían crecido tanto que no era posible detenerlos. Basta dar un paseo por Internet para apreciar su vigencia.

Simbolos y marcas
En No Logo, un libro terrible de merecida fama, Naomi Klein explora una nueva sentido de la expresión “economía simbólica”. La joven investigadora canadiense pone de relieve las mutaciones del capitalismo global. Ahora el producto mismo ha pasado a segundo plano, desplazado por la marca. Más allá de todos los discursos sobre la calidad total y las fábricas robotizadas, el hecho es que los productos más prestigiosos y exclusivos se fabrican en sucios sweatshops, tugurios que hacen palidecer a esos “molinos satánicos” de la primera revolución industrial, en condiciones laborales muy cercanas a la esclavitud.
Al tiempo que las viejas banderas se transforman en camisetas de fútbol, los nuevos emblemas son las marcas. El envase y el marketing (con su carga simbólica) desplazan al producto real. Los consumidores, que la teoría presenta como supuestamente racionales, hacen cualquier cosa por identificarse con una marca.
Klein relata una historia que hace apenas unos años hubiera parecido una comedia italiana. El hecho ocurrió en 1998 en una escuela secundaria de Georgia, en los Estados Unidos. El colegio estaba apadrinado por Coca Cola y la empresa había organizado un apoteótico Coke Day (“Día de la Coca”). Al cabo de numerosas actividades destinadas a ensalzar la marca y el producto, los alumnos debían sacarse una foto en el campo de deportes formando la palabra “Coca-Cola”, para regocijo de las autoridades presentes.
Pero hete aquí que un subversivo de diecinueve años llamado Mike Cameron apareció ese día llevando una camiseta de Pepsi. Notemos que no sólo hacía un acto de rebeldía: estaba marcando la dimensión binaria de la disidencia permitida. Por supuesto, Mike fue suspendido por haber desprestigiado a la escuela ante los poderosos espónsores, en un acto equivalente a lo que antes hubiera sido el ultraje a la bandera. Pero a ningún fabricante de remeras del Che Guevara se le ocurrió usar su efigie, lo cual podría haber sido un buen negocio.

Los dolares simbolicos
El actual colapso argentino nos ha obligado brutalmente a reconocer que habíamos vivido diez años “deconstruyendo” la riqueza del país en aras de una moneda simbólicamente fuerte.
¿Qué imaginaban los pequeños ahorristas que guardaban sus dineros ya no en inseguros colchones sino en poderosos bancos extranjeros, verdaderos símbolos de solidez?
Obnubilados por el poder de los logotipos, imaginaban cosas como la potencia de Wall Street y el rugido de los tigres asiáticos; creían ver a los laboriosos vascos, a los emprendedores italianos y hasta a losbostonianos encolumnados bajo el barrilete de Franklin. Nada parecía más real que los bancos.
Pero un buen día sabios funcionarios y economistas nos explicaron que el error había sido nuestro, por creer en fantasías. Esos dólares que parecían de papel eran hologramas; simples pesos vestidos de verde con la efigie de los próceres norteños, en pro de las relaciones carnales. Lo que habíamos depositado era dinero simbólico, como los billetes del Estanciero.
Ingenuo era aquel que, desconfiando en secreto del milagro económico, había comprado dólares en una casa de cambio y los había sometido al escrutinio del cajero, que rechazaba con desdén los billetes ajados o manchados y encerraba a los otros en una bóveda blindada. Todo había sido un ritual simbólico para honrar a la propiedad privada, por entonces el valor más alto.
Si esto hubiera sido el crac del 29, se hubieran visto caer bancos en cadena, cosa que no ocurrió en la próspera economía argentina. Es que todos esos lujosos locales climatizados donde depositábamos dólares tampoco eran reales: eran simples mausoleos, cenotafios simbólicos. Habíamos creído que eran sucursales respaldadas por alguna poderosa casa central, pero se trataba de simples franquicias, escenografías virtuales para solemnizar marcas simbólicas.
Por confundir símbolos y marcas con realidades perdimos el sueño de la jubilación digna, de la casa propia o los estudios del hijo.
¿O no?
Ahora, los argentinos aprendimos a desconfiar no sólo de la policía, la Justicia y los gobiernos sino también de los bancos. No nos ha quedado otra cosa que protestar simbólicamente golpeando la simbólica cacerola. Quizá cuando acabemos de deconstruir los símbolos podremos empezar a construir realidades.

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