DE LAS BANDERAS A LAS MARCAS PUBLICITARIAS
Las palabras y las cosas, el símbolo y su objeto, la bandera y la Nación: entre el signo y su referente hay una distancia que muchas veces suele ser olvidada. La bandera nacional, que “representa” a un país, para las leyes “es” el país. Sin embargo, las leyes no son las únicas “confundidas”: desde un “atentado” ficticio que sufrió la reina de Inglaterra hasta la destrucción de las Torres Gemelas –otro atentado contra el símbolo del poder– es larga la historia de los iconicidios. Y ésa, precisamente, es la historia que cuenta el escritor y filósofo Pablo Capanna en esta edición de Futuro, que también revela cómo los logos se transformaron en índices del funcionamiento de un capitalismo global que privilegia el nombre de las marcas y deja a los productos en un segundo plano.
› Por Pablo Capanna
Dialogando con un periodista
japonés allá por 1982, el escritor James G. Ballard rescató
una de esas noticias insólitas que sirven para dar la nota
de color en los noticieros televisivos y todos olvidan al otro día.
Un hombre había sido detenido durante un desfile militar por hacer seis
disparos contra la reina de Inglaterra con un arma de juguete. A pesar de que
obviamente no hubo heridos, nada impidió que el falso asesino se pasara
dos años en la cárcel.
La policía había frustrado (¿?) un magnicidio simbólico,
y el sujeto había sido procesado simplemente porque el atentado era tan
realista que bien hubiese podido sido real.
El arma era una réplica perfecta, de las que se fabrican en metal liviano
para alimentar la neurosis de esos coleccionistas que fantasean con la violencia.
A primera vista resulta imposible distinguirlas del arma real y a veces cuestan
casi tanto como ella.
Si los disparos habían sido simbólicos, la víctima no lo
era menos. La reina Elizabeth II, montaba un caballo blanco, vestía como
un oficial y presidía el desfile de un cuerpo de caballería inútil
para cualquier guerra moderna, presidiendo una ceremonia de valor puramente
simbólico. Toda la escena, montada con uniformes del siglo XVII, era
una fantasía destinada a simbolizar el poder de la Corona británica.
Un crimen simbólico, efectuado con un arma simbólica, disparada
contra un símbolo. Para el caso, el blanco ilustre había cumplido
la función de un pato mecánico de parque de diversiones o de un
enemigo virtual de videogame. Pero por un momento había sido difícil
discernir la ficción del hecho real. Eso sin duda le había costado
su empleo al responsable de la seguridad, había dejado perplejos a los
jueces y le había dado unos días de fama al francotirador.
Desde que los medios dominan nuestras vidas, los famosos atraen morbosamente
a los psicópatas: dos años antes un hombre había matado
a John Lennon sólo por ser famoso. Quienes veinte años después
iban a destruir las Torres Gemelas también realizarían una suerte
de iconicidio, un atentado contra los símbolos del poder.
Ballard, quizás el más lúcido y agudo de los escritores
ingleses desde los tiempos de Aldous Huxley, encontraba en hechos como éste
una prueba de la creciente confusión entre lo real, lo ficticio y lo
simbólico. Alguna vez definió el mundo en que vivimos como una
sopa de ficciones donde flotan algunos trozos indigeribles de realidad.
Es una comprobación que los argentinos acaban de sufrir, al despertar
del sueño menemista y descubrir la triste realidad al son de las cacerolas.
El animal simbolizante
El filósofo
alemán Ernst Cassirer (1874-1945) fue junto con Charles Peirce uno de
los fundadores de eso que hoy recibe el nombre de semiótica. La Filosofía
de las formas simbólicas, que escribió en los años 20,
antes que Hitler lo obligara a irse de Alemania, sigue siendo un clásico
en este tema.
Cassirer corregía a Aristóteles, quien había definido al
hombre como animal racional, y prefería distinguirlo como el único
ser simbolizante. Un ser capaz de crear signos y símbolos
es el único animal capaz de crear cultura, que en definitiva es un complejo
sistema de símbolos. El hombre también suele ajustar su comportamiento
a los rituales culturales (que sonoperaciones simbólicas), a veces en
desmedro de su percepción de la realidad.
Sobre una base similar, el lógico polaco Alfred Korzybski (antes de comenzar
su incursión en la pseudociencia) propuso un principio que no por ser
de sentido común ha dejado de tener vigencia.El conde polaco, que durante
la Primera Guerra Mundial había perdido un escuadrón de caballería
al ordenarle avanzar por un pantano que no figuraba en los mapas, hizo famosa
una fórmula: El mapa no es el territorio, la palabra no es la cosa
nombrada, y el símbolo no es lo que simboliza.
La bandera nacional glosaba Gregory Bateson sólo representa
al país, pero para el ciudadano común y para las normas protocolares
es el país. Siempre hay gente dispuesta a dar la vida por
la bandera y muchos más a matar por ella. Incluso aquellos que queman
las banderas de un país enemigo proceden de la misma manera, como si
estuviesen quemando a sus habitantes, en la más arcaica tradición
de la magia homeopática. A veces, para identificarse alcanza con los
colores de la bandera, con los cuales se pintan la cara los hinchas de fútbol,
en los no siempre incruentos rituales que preside la FIFA, como el que empezó
ayer.
En este campo, los argentinos del siglo XIX, empeñados en construir una
nacionalidad y un imaginario propio, estuvieron entre los más creativos.
Si la bandera es el símbolo de la Nación (lo cual explica los
complicados rituales escolares para doblar, guardar, izar y arriar el símbolo,
como si se corriera el riesgo de ajar a la Patria) los argentinos hemos sido
capaces de inventar el símbolo del símbolo. Levantamos un Monumento
a la Bandera, cantamos un Himno a la Bandera y hasta celebramos el Día
de la Escarapela. Se dirá que no nos sobran los sabios estadistas, pero
nadie podrá decir que nos falten símbolos.
Con el eclipse de los estados nacionales, el simbolismo de las banderas ha pasado
a segundo plano, aunque no tanto si pensamos en la omnipresencia de las barras
y estrellas en el cine hollywoodense. Pero sin duda en el mundo globalizado,
donde las naciones tienden a ser reemplazadas por bloques económicos,
las banderas han perdido bastante de su carga emotiva.
Se diría que su lugar en el imaginario ha sido ocupado por las marcas,
al punto que muchos son capaces de matar por un par de zapatillas de marca y
no se vacila en sacrificar los destinos de muchos en aras de un logotipo, como
antes se hacía por una bandera.
Banderas al viento
Si bien los
estandartes, las oriflamas, los lábaros y las águilas romanas
son símbolos del poder bastante antiguos, el origen de las banderas,
que aglutinaron simbólicamente a los Estados modernos, resulta tan paradójico
como inquietante.
El historiador de la tecnología Lynn White, Jr. ha propuesto una hipótesis
convincente sobre el origen de las banderas, que cuenta con algún fundamento
histórico.
Para Lynn White, las banderas fueron el efecto secundario de una de las mayores
innovaciones de la alta Edad Media: el estribo. Aunque nos cueste calificar
cosas como el estribo y el arnés como innovaciones tecnológicas,
el hecho es que cambiaron las técnicas militares, del mismo modo que
la collera permitió aprovechar mejor la fuerza de los animales de tiro.
En su tiempo fueron cambios revolucionarios.
Se cree que el estribo se originó en la India unos dos siglos antes de
la era cristiana. La silla de montar y el estribo permitían al guerrero
mantenerse firme sobre su caballo. Antes de ellos, el lancero corría
el riesgo de ser despedido de su cabalgadura cuando hacía impacto en
su enemigo. Ahora, la fuerza muscular se incrementaba con la inercia del caballo
lanzado al galope. Ambos, jinete y caballo, resistían mejor elgolpe sin
rodar cada vez que chocaban contra el escudo o la armadura del rival.
Pero a pesar de esto, cuando lograban ensartar al adversario, la lanza quedaba
clavada en él y arrastraba al jinete. Se hacía necesario amortiguar
el golpe, para poder retirar el arma y usarla contra el enemigo siguiente.
Para lograrlo, los búlgaros les habían puesto a sus lanzas un
travesaño de metal, pero cuando se extendió el uso de las armaduras,
las lanzas también terminaban por trabarse. Hubo otros que prefirieron
usar colas de caballo, pero a principios del siglo X alguien comenzó
a usar trozos de tela colorida anudada en la lanza. Así aparecieron los
pendones, banderines de colores distintos para identificar al guerrero o a su
jefe. Cada vez que los caudillos se reunían a discutir la interna, clavaban
sus lanzas con el pendón de color que los distinguía frente a
la tienda donde negociaban.
Así nacieron las banderas, por amor a las cuales tantas muertes hubo,
heroicas, dignas, inútiles, injustas, crueles o absurdas.
Mutaciones
Más antiguos
y más duraderos que los colores de banderas y escudos, los símbolos
religiosos y filosóficos también tuvieron su evolución.
Los símbolos más arcaicos se construyeron sobre la base de figuras
geométricas simples, de esas que pueden aparecer en cualquier contexto,
como el círculo, el triángulo o la cruz, pero fueron cargándose
de distintos contenidos emotivos a medida que migraban de una a otra cultura.
Así el cristianismo convirtió un instrumento romano de tortura
como la cruz en símbolo de esperanza. Pero luego los conquistadores españoles
descubrieron que la cruz también había aparecido en América,
donde simbolizaba el agua.
Los nazis convirtieron la esvástica, que en la India y la Mesopotamia
había sido un símbolo de prosperidad, en emblema del genocidio.
Los hippies de los 60 intentaron en su momento rescatarla como signo esotérico
pero no pudieron neutralizar la carga nazi. Muchos siglos antes, los primeros
cristianos la habían usado en algún momento para disimular la
Cruz asimilándola a un motivo griego formado por cuatro letras gamma:
la cruz gamada. Sabemos incluso que, lejos de ser patrimonio de
la raza aria, la esvástica también era conocida entre los indios
americanos, como símbolo del sol.
Para representar el principio activo de su química (el mercurio) los
alquimistas habían creado un símbolo formado por dos semicircunferencias
tangentes, cruzadas por una línea como dos letras psi opuestas.
El signo, que ya usaban los astrólogos para representar al planeta Mercurio,
anduvo un tiempo por los textos esotéricos y reapareció a mediados
del siglo XX en los contextos más paradójicos que podamos imaginar.
Cualquier argentino puede verlo en el emblema de la Universidad Tecnológica
Nacional, que cruza dos semicircunferencias con un signo +. Quien
lo diseñó y fue premiado en un concurso público de fines
de los años 50 fue un olvidado estudiante de arquitectura que no sabía
nada de alquimia y sólo se había propuesto simbolizar la exactitud
y el rigor científico.
Pero apenas unos años después, en 1966, las ocho patas de la araña
mercurial adquirieron nuevas connotaciones, incluso siniestras, cuando comenzaron
a circular por el mundo de los ovnis. Para muchos ufólogos, el signo
identificaba a los agentes del planeta Ummo, un mundo del sistema Wolf 424,
que estaban infiltrados entre nosotros, como los invasores de aquella serie
de TV.
El creador el mito, que en ese tiempo tuvo muchos adeptos en Argentina, fue
un profesor de física español llamado José Luis Jordán
Peña. A lamanera del Unabomber, Peña enviaba cartas y hacía
misteriosos llamados desde distintos lugares de Europa, para difundir la conspiración
ummita. Hasta llegó a fraguar las pruebas de supuestos aterrizajes
de naves extraterrestres en Galicia, para lo cual contó con algunos cómplices.
Durante treinta años, el mito se extendió por todo el mundo. Llegó
a darles trabajo a los servicios de inteligencia de Franco, que infiltraban
a los grupos ummitas creyéndolos manejados por agentes del
KGB. Tampoco dejó de interesarle a la CIA.
Por fin, en 1993, cuando Peña se enteró de que la secta Edelweis
marcaba a fuego a los niños con el signo de Ummo, confesó espontáneamente
su fraude ante la policía, admitiendo que su experimento
había ido demasiado lejos. Pero ya era tarde, porque el mito y el símbolo
habían crecido tanto que no era posible detenerlos. Basta dar un paseo
por Internet para apreciar su vigencia.
Simbolos y marcas
En No Logo,
un libro terrible de merecida fama, Naomi Klein explora una nueva sentido de
la expresión economía simbólica. La joven investigadora
canadiense pone de relieve las mutaciones del capitalismo global. Ahora el producto
mismo ha pasado a segundo plano, desplazado por la marca. Más allá
de todos los discursos sobre la calidad total y las fábricas robotizadas,
el hecho es que los productos más prestigiosos y exclusivos se fabrican
en sucios sweatshops, tugurios que hacen palidecer a esos molinos satánicos
de la primera revolución industrial, en condiciones laborales muy cercanas
a la esclavitud.
Al tiempo que las viejas banderas se transforman en camisetas de fútbol,
los nuevos emblemas son las marcas. El envase y el marketing (con su carga simbólica)
desplazan al producto real. Los consumidores, que la teoría presenta
como supuestamente racionales, hacen cualquier cosa por identificarse con una
marca.
Klein relata una historia que hace apenas unos años hubiera parecido
una comedia italiana. El hecho ocurrió en 1998 en una escuela secundaria
de Georgia, en los Estados Unidos. El colegio estaba apadrinado por Coca Cola
y la empresa había organizado un apoteótico Coke Day (Día
de la Coca). Al cabo de numerosas actividades destinadas a ensalzar la
marca y el producto, los alumnos debían sacarse una foto en el campo
de deportes formando la palabra Coca-Cola, para regocijo de las
autoridades presentes.
Pero hete aquí que un subversivo de diecinueve años llamado Mike
Cameron apareció ese día llevando una camiseta de Pepsi. Notemos
que no sólo hacía un acto de rebeldía: estaba marcando
la dimensión binaria de la disidencia permitida. Por supuesto, Mike fue
suspendido por haber desprestigiado a la escuela ante los poderosos espónsores,
en un acto equivalente a lo que antes hubiera sido el ultraje a la bandera.
Pero a ningún fabricante de remeras del Che Guevara se le ocurrió
usar su efigie, lo cual podría haber sido un buen negocio.
Los dolares simbolicos
El actual colapso
argentino nos ha obligado brutalmente a reconocer que habíamos vivido
diez años deconstruyendo la riqueza del país en aras
de una moneda simbólicamente fuerte.
¿Qué imaginaban los pequeños ahorristas que guardaban sus
dineros ya no en inseguros colchones sino en poderosos bancos extranjeros, verdaderos
símbolos de solidez?
Obnubilados por el poder de los logotipos, imaginaban cosas como la potencia
de Wall Street y el rugido de los tigres asiáticos; creían ver
a los laboriosos vascos, a los emprendedores italianos y hasta a losbostonianos
encolumnados bajo el barrilete de Franklin. Nada parecía más real
que los bancos.
Pero un buen día sabios funcionarios y economistas nos explicaron que
el error había sido nuestro, por creer en fantasías. Esos dólares
que parecían de papel eran hologramas; simples pesos vestidos de verde
con la efigie de los próceres norteños, en pro de las relaciones
carnales. Lo que habíamos depositado era dinero simbólico, como
los billetes del Estanciero.
Ingenuo era aquel que, desconfiando en secreto del milagro económico,
había comprado dólares en una casa de cambio y los había
sometido al escrutinio del cajero, que rechazaba con desdén los billetes
ajados o manchados y encerraba a los otros en una bóveda blindada. Todo
había sido un ritual simbólico para honrar a la propiedad privada,
por entonces el valor más alto.
Si esto hubiera sido el crac del 29, se hubieran visto caer bancos en cadena,
cosa que no ocurrió en la próspera economía argentina.
Es que todos esos lujosos locales climatizados donde depositábamos dólares
tampoco eran reales: eran simples mausoleos, cenotafios simbólicos. Habíamos
creído que eran sucursales respaldadas por alguna poderosa casa central,
pero se trataba de simples franquicias, escenografías virtuales para
solemnizar marcas simbólicas.
Por confundir símbolos y marcas con realidades perdimos el sueño
de la jubilación digna, de la casa propia o los estudios del hijo.
¿O no?
Ahora, los argentinos aprendimos a desconfiar no sólo de la policía,
la Justicia y los gobiernos sino también de los bancos. No nos ha quedado
otra cosa que protestar simbólicamente golpeando la simbólica
cacerola. Quizá cuando acabemos de deconstruir los símbolos podremos
empezar a construir realidades.
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