LA CIENCIA Y LA FILOSOFíA DE AUGUSTO COMTE
El positivismo, tan odiado por la posmodernidad, nació a mediados del siglo XIX en gran parte como consecuencia del enorme desarrollo científico en marcha, pero también por la acción de una sola persona, Augusto Comte, que propuso un sistema epistemológico a caballo entre lo riguroso y lo fantástico y que más tarde entró en el terreno del delirio al constituirse en religión, con templos y sacerdotes. Parece ser el destino de cualquier credo iluminado, que no se somete a los imperativos de la realidad y se resiste a cambiar ante los embates de la dura y cruda empiria.
› Por Pablo Capanna
Corría el año 1892 y en un templo de Río de Janeiro se celebraba un funesto ritual. Por orden de Miguel Lemos, ungido como gran sacerdote en París, eran arrojados a las llamas todos los ejemplares del Cálculo Matemático de Pierre Laffitte que habían podido ser requisados. Para el caso, no se piense que el manual contuviera integrales heréticas o derivadas sacrílegas. Como suele ocurrir en estos casos, la intolerancia ideológica reflejaba conflictos de poder. El crimen de Laffitte, el heredero de Augusto Comte, había consistido en aceptar una cátedra estatal en el Collège de France. En el mismo acto que culminaba con la quema de sus libros, se anunciaba la excomunión de dos conspicuos miembros de su Iglesia. Se trataba de Quintino Bocayuva, que tiene una calle en Buenos Aires, y del general Benjamin Constant Botelho de Magalhâes, presidente y ministro de Guerra de la nueva república brasileña. Su pecado había sido elegir el modelo constitucional norteamericano en lugar de instaurar una dictadura ilustrada.
El templo de Río no pertenecía a ninguna de las grandes religiones históricas, sino a la Iglesia Positivista, que pregonaba el culto de la Ciencia y la Humanidad. Según cuenta Imaz, los positivistas acababan de crear su embrionaria inquisición y llevaban a cabo su primer “auto de fe”.
Si hasta entonces el emperador Pedro II había gobernado Brasil en nombre de la Trinidad, la República lo hacía en nombre de la Humanidad. Demetrio Ribeiro, el ministro de Agricultura, había mandado inscribir el lema “Orden y Progreso” en el escudo nacional y ordenaba encabezar los documentos públicos con el saludo positivista. El lema sigue allí.
La Iglesia Positivista había nacido como una escuela filosófica que llevaba implícito un proyecto político. Como filosofía, ejerció una enorme influencia en su tiempo, al punto que sus ecos llegaron a escucharse hasta en América Latina.
Su fundador era Augusto Comte (1798-1857), un pensador casi autodidacta que, a pesar de sus desventuras como catedrático, encarnaba de algún modo el espíritu cientificista de esa célebre Escuela Politécnica que había impulsado Napoleón.
Con su famosa “Ley de los Tres Estados”, Comte resumía la evolución de la humanidad en tres etapas, dominadas respectivamente por la religión, la metafísica y la ciencia. Pregonaba el triunfo de la inducción y del método experimental y sobre esa base se proponía construir un sistema definitivo y jerárquico de las ciencias. Imaginaba una pirámide donde la matemática, la astronomía, la física, la química y la biología serían coronadas por la sociología, concebida a la manera de una “física social”. De hecho, Comte no iba a ocupar un gran lugar entre los fundadores de las ciencias sociales, pero por lo menos fue quien les puso nombre, del mismo modo que Haeckel lo hizo con la ecología.
Pero tanta veneración por el saber científico llevó a Comte, de manera paradójica, a ponerle estrictos límites dogmáticos a la ciencia. Entre los temas cuya investigación proponía desalentar o aun censurar estaban el cálculo de probabilidades, la geometría no euclidiana, la astrofísica, toda la cosmología que se aventurara más allá del sistema solar, la constitución de la materia, la evolución de las especies y el origen de la sociedad. Una lista en la cual se diría que no faltaba ninguno de los grandes temas de los cuales precisamente iba a ocuparse la ciencia del siglo XX.
El filósofo Leszek Kolakovski resumió el proyecto en una fórmula (“el positivismo es apenas una lista de prohibiciones”) que explica su esterilidad. El positivismo pretendió congelar la ciencia en el estado en que la encontró Comte. Al mismo tiempo que vedaba ámbitos enteros para la investigación, caía en ingenuidades tales como dibujar un “cuadro sistemático del alma” donde representaba unas “18 funciones cerebrales”, que hoy harían reír a cualquier neurólogo, o celebraba una seudociencia como la Frenología de Gall como la “teoría positiva de la naturaleza humana”. Entre los grandes pensadores a los cuales dedicó su santoral, la fiesta de Gall se celebraba el domingo 28 del último mes del año.
El joven Comte estudiaba matemática en la Escuela Politécnica cuando fue echado tras haber salido a festejar el breve retorno de Napoleón, durante los Cien Días. Intentó estudiar medicina en Montpellier, pero pronto recaló en París, donde trabajó como traductor, al tiempo que devoraba cualquier libro científico que caía en sus manos.
Cuando aún no tenía veinte años conoció a Saint-Simon, por entonces un hombre mayor. Durante años fue su secretario y hasta redactó algunos de los textos de su Catecismo de los Industriales. Saint-Simon (el primero que usó la palabra “socialismo”) promovía una suerte de comunitarismo utópico que debía darle nueva vida al cristianismo. Sus adeptos hacían vida comunitaria y hasta se vestían con prendas abotonadas en la espalda, para que fuese necesario recurrir a la ayuda mutua hasta para vestirse.
Con el tiempo, Comte se alejó del sansimonismo y comenzó a dar conferencias sobre matemática y astronomía. Eran las lecciones que luego pasarían a integrar su famoso Curso de filosofía positiva.
Intentó ser profesor en el Politécnico, pero sólo lo admitieron como auxiliar. Años más tarde, llegó a ser aceptado apenas como instructor de Análisis matemático y Mecánica. Durante el gobierno de Luis Felipe recurrió a Guizot, el poderoso ministro de Educación, para obtener la codiciada cátedra de Historia de la Ciencia, pero fue objetado por motivos políticos.
En 1844 volvieron a echarlo del Politécnico, donde ya se había resignado a ocupar el modesto papel de examinador.
En 1825, movido por su espíritu inconfundiblemente romántico, Comte cometió “un gran error” (así lo admitiría luego), al casarse con Carolina Massin, una mujer que antes había sido prostituta. Bien pronto Carolina lo abandonó y se fugó llevándose sus ahorros.
Al año siguiente, Comte cayó en una profunda depresión, fue internado en un hospicio de alienados e intentó suicidarse. Tuvo que interrumpir sus cursos, pero lentamente se recuperó, fue dado de alta y volvió a la enseñanza.
Tuvo unos años de relativa estabilidad, pero tras su despido del Politécnico se hundió en las penurias económicas. Sólo logró mantenerse mediante el “libre subsidio positivista”; es decir, las colectas que hacían sus amigos y discípulos. En Inglaterra, John Stuart Mill recaudaba fondos para ayudarlo a subsistir, quizá recordando que Hume también había apoyado a Rousseau.
Cuando sus discípulos fundaron la Sociedad Positivista, la situación de Comte se tornó más estable. Entre ellos estaban figuras como Paul Emile Littré, el autor de uno de los más célebres diccionarios franceses, el ensayista Alain y el teólogo modernista Loisy. La mayoría de ellos se alejaron en cuanto Comte decidió fundar su propia religión. Esto ocurrió a partir del salto que su vida dio en 1859. Ese año conoció a Clotilde de Vaux, la mujer que habría de ser desde entonces su musa inspiradora. Clotilde era una mujer muy culta y sensible, recientemente divorciada, con quien Comte estableció una relación netamente platónica. El filósofo llegó a idealizarla hasta hacer de ella el emblema de la humanidad, y como tal hizo que figurara en los vitrales de su Iglesia. Clotilde, que estaba gravemente enferma, tuvo reparos en irse a vivir con él y apenas un año después murió. Comte estuvo a su lado en sus últimos momentos, y se sintió imbuido desde ese instante por una misión profética.
Para entonces, Comte ya creía que la Ley de los Tres Estados, esa que le había inspirado el economista Turgot cuando apenas tenía veinticuatro años, era incompleta. Si hasta entonces había pensado entregarles el poder espiritual a los científicos, y el político a los directores de empresa, ahora pensaba que el prestigio de los hombres de ciencia era insuficiente para cambiar el mundo. Había que crear una religión, con la cual se iniciaría un cuarto estado de la humanidad.
En procura de apoyo político, Comte se había presentado al principio como el legítimo sucesor de los revolucionarios jacobinos. Luego, en 1848, lanzó una convocatoria a los proletarios para que se unieran a “los filósofos”. Como no obtuvo respuesta, hizo otro llamado a los Conservadores o Retrógrados (1855). Esta vez ofrecía su filosofía como la única barrera eficaz contra el socialismo y el comunismo.
Por un tiempo, apoyó a Napoleón III. Cuando fue el Papa del positivismo, intentó negociar con el zar Nicolás I y el monarca otomano Raschid Paschá. Hasta quiso ganarse a los jesuitas (cuya disciplina admiraba), pero ninguno se dignó a responderle.
Comte rechazaba tanto el ateísmo como el culto del Ser Supremo que habían ensayado los jacobinos. Sin embargo, estaba bastante influido por la liturgia de la diosa Razón y creía que en solo diez años terminarían por invitarlo a predicar la religión positiva en la catedral de Notre-Dame. Soñaba con una revolución que le permitiría instaurar un Estado totalitario teocrático sin Dios, con la divisa “el amor como principio, el orden por base, y el progreso por fin”; luego la condensaría en el famoso “Orden y Progreso”.
Su Trinidad la conformaban el Gran Ser (la Humanidad), el Gran Fetiche (la Tierra) y el Gran Medio (el Espacio). Pero no dejaba de hacerse eco del pathos pesimista de su tiempo, signado por el descubrimiento de la entropía. El Gran Ser, admitía, estaba sometido al Gran Medio, “pasivo y ciego”, que al fin de los tiempos habría de tragárselo.
Comte fue uno de los primeros filósofos que le asignaron un lugar a la mujer. El Gran Ser (la Humanidad) era femenino, y su personificación era Clotilde, que en la iconografía aparecía con los atributos de la Virgen María. Pero a la hora de reivindicar a la mujer, el fundador sólo atinaba a asignarle los roles convencionales de madre, esposa e hija.
Como buen romántico, Comte idealizaba la Edad Media como una era “orgánica” que había sido ajena a los tumultos revolucionarios. De todas las formas de religión, rescataba el fetichismo, en el cual se empeñaba en ver el origen de la ciencia y del arte.
Su mayor fantasía era imitar la estructura de poder del catolicismo medieval. Rechazaba a Cristo pero admiraba a San Pablo como organizador, y sobre todo a los “ignacianos” (los jesuitas), con quienes soñaba trabar una alianza política.
En sus últimos años, Comte se consagró a su papel mesiánico, no sólo de profeta sino también de Sumo Sacerdote y organizador. Como los jacobinos, quiso reformar el calendario, para lo cual estableció trece meses de veintiocho días. El día 365 era el de los Muertos, y en los años bisiestos se añadía la fiesta de las Santas Mujeres.
Cada día tenía su santo, comenzando por Prometeo. El calendario enumeraba taxativamente todas las grandes figuras de la humanidad: legisladores, profetas, sabios, etc. Galileo, Newton y Lavoisier tenían su fiesta en el mes Bichat (el trece), pero también estaban Bolívar y Jefferson. En su obsesión sistemática, nunca se le ocurrió que en el futuro podría llegar a necesitar un día para un eventual Einstein, digamos. De los matemáticos de su tiempo, puso en el santoral a Sophie Germain pero se olvidó de reservarle una fecha a Evaristo Galois, que había estudiado en su mismo colegio.
Comte estableció sacramentos para cada etapa de la vida, prescribió una compleja liturgia y hasta se preocupó por fijar los sueldos que les corresponderían a los distintos estamentos del clero positivo.
Es difícil explicar por qué el positivismo ejerció una influencia tan profunda como efímera en América. En Estados Unidos, contó entre sus admiradores con Henry Adams, que con espíritu pragmático supo sacar consecuencias políticas de la filosofía de Comte. El positivismo llegó a tener gran presencia en todos los países de América Latina, con exclusión de Colombia. El país donde ejerció mayor influencia fue Brasil, donde seguiría habiendo templos de la Humanidad hasta bien avanzado el siglo XX, aunque no tantos laboratorios científicos. En México el dictador Porfirio Díaz se rodeó de un grupo de ilustrados positivistas que eran llamados “los científicos”, sin que esto se tradujera en políticas de investigación y desarrollo que industrializaran el país.
De hecho, el positivismo latinoamericano estuvo generalmente asociado con los sectores más conservadores. Más que auspiciar el desarrollo industrial, inspiró una suerte de fetichismo de la ciencia. Salvo en Brasil, donde prendió en su forma “religiosa” se limitó a impregnar los contenidos de la educación, pero en el largo plazo no se diría que hubiera logrado despertar un genuino interés por la ciencia.
Quizá la Argentina fue el único país donde el positivismo ejerció una real influencia sobre las vocaciones científicas. El Colegio Nacional de Buenos Aires (con Amadeo Jacques), la Escuela Normal de Paraná y la Universidad de La Plata generaron un clima peculiar que produjo a un Ameghino, aunque también a Ingenieros y a Ramos Mejía. Nada quedó en cambio de la extraña religión de la ciencia creada por Comte, que terminó por hacerse enemiga del espíritu científico.
El siglo XX conocería a otros fundadores de religiones sintéticas mucho más exitosos: algunos llegan a competir con las multinacionales sin tener más filosofía que unos pocos slogans y un eficaz marketing. Comte quizás era ingenuo, pero de todos modos su religión duró más que el culto de Maradona. O por lo menos, eso espero.
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