Sábado, 20 de mayo de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Sergio Federovisky
“Fue el Riachuelo de los navíos, primero, cuando era el fondeadero por excelencia de los barcos que ingresaban en la Santa María de los Buenos Ayres, allá por el 1600. Fue el Riachuelo de las barracas, después, cuando el virrey Arredondo, durante una epidemia de viruela, dispuso que la cuarentena de los negros se hiciera lejos del Río de la Plata, donde se bañaban los hidalgos y los criollos. Es el Riachuelo, a secas. Es esa cinta de tinta china negra que dio letra a varios tangos, que es cruzada diariamente por un millón de personas, que hidrológicamente algunos todavía consideran río y sanitariamente todos consideran cloaca. Es ese acompañante silencioso cuya desembocadura bautizó al club de fútbol más popular del país. Es el Doque, la isla Maciel, Barracas, Pompeya y más allá. Es el curso de agua más contaminado del mundo.”
Marzo de 1987. Lo que acaban de leer es el primer párrafo de una nota de quien escribe estas líneas en la desaparecida revista Crisis. El artículo terminaba aseverando que “casi cien años se invirtieron para que todos consideremos que el Riachuelo es ‘así’, que no tiene arreglo”.
En muchos ámbitos, pero en el medio ambiente parece que mucho más, la Argentina se empeña en demostrar que el tiempo no pasa, que determinadas situaciones se cristalizan, mutan en estatuas vivientes.
En estos días, en que asistimos impávidos y esperanzados a la formal declaración de guerra a la contaminación y la instauración de una era en la que el medio ambiente es política de Estado, es difícil eludir aquella cita que sostenía que la historia se repite como caricatura y resulta casi antipático revelar que ésta simula ser una historia antes vista. Una historia en la que el Riachuelo es un icono: desentrañar por qué no se limpió (o no se limpia) esa cloaca consentida puede permitir entender por qué el medio ambiente nunca fue (¿será?) política de Estado.
Hace poco más de un año, en este mismo espacio, escribí una nota que se tituló “El medio ambiente no le importa a nadie”. Sigo creyendo en eso. Veamos por qué.
Cualquier ciudadano de Gualeguaychú, con razón, podrá discutir aquella tesis pues a ellos sí les importa. En verdad, como son el Estado, los gobiernos o los políticos (el poder, en suma) quienes finalmente determinan por qué algo se resuelve o por qué no, es a ellos a quienes debe importarles algo para que se transforme. Y la importancia de algo para el poder depende de la cantidad de votos que otorgue, de la cantidad de adhesiones que acerque, en suma, de la cantidad de poder que permite reproducir. De ahí que la inmediatez, la visualización del resultado de algo, sea vital a la hora de hacer política. El ambiente, el mejoramiento de la calidad de vida de la población, es tan estructural, tan difícil de percibir, que funciona como el pelo: como nadie lo ve crecer día a día sólo preocupa cuando comienza a estorbar.
La gente de Gualeguaychú, que parece haber absorbido gran parte de la conciencia ambiental que desde hace 25 años sobrevuela el planeta, obró en estos tiempos como el pelo tapando los ojos. Obligó al poder a mirar con detenimiento este fenómeno ante la amenaza política que implicaba no prestarle atención a semejante exigencia de ambiente sano. De otro modo, hay al menos dos circunstancias que resultaría imposible explicar si verdaderamente el medio ambiente importara a todos.
Una, la tardanza de cerca de dos años desde que la Asamblea de Gualeguaychú comenzó su reclamo hasta que el Gobierno (“dormido” por sus delegados ante la Comisión Administradora del Río Uruguay) asumió su papel en la demanda.
Dos, la repentina y acrítica adhesión de decenas de gobernadores a la declaratoria de Kirchner contra la contaminación que provocarían las papeleras de Fray Bentos. Al menos cinco de esos gobernadores han sostenido públicamente sus diferencias con Gualeguaychú o directamente su voluntad de instalar en sus propias provincias esas mismas papeleras que tanto combatimos. Y todos ellos esconden al interior de sus distritos situaciones ambientales oprobiosas.
El Riachuelo es un ejemplo cabal de la ausencia de la cuestión ambiental en la agenda de soluciones previstas (si es que tal agenda existe).
1 Tecnológicamente no hay misterios. Existen antecedentes –el Támesis es el más citado– de cursos de agua putrefactos devueltos a su condición de río. En tiempos en que la tecnología del agua es capaz de volver potable el mar, recuperar un río contaminado no presenta escollos. Un informe de la Defensoría del Pueblo de la Nación (por citar apenas el más cercano en el tiempo) indica que más de 3000 empresas vuelcan sus desechos de manera no ilegal (es decir, con conocimiento de la autoridad correspondiente) a la cuenca Matanza-Riachuelo, aunque sin ningún tratamiento. Ante un pedido del defensor del Pueblo, la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación respondió que “comparte la preocupación ante la crítica situación ambiental de la cuenca”, y que contaba con un listado de las empresas anotadas en el registro de contaminantes, donde consta una declaración jurada de cada una. Casi la opinión de un observador y no de quien, como en esa misma nota se admitía, ostenta el poder de policía sobre los efluentes industriales.
2 Metodológicamente no hay secretos. Cualquier consultado dirá que es una obviedad que para limpiar un río contaminado y hacer eficaz esa limpieza lo primero es detener las fuentes contaminantes. Anunciar un plan de saneamiento del Matanza-Riachuelo y confiar en la veracidad de la declaración jurada de las empresas que lo habitan es, por decir poco, un infantilismo.
3 Jurisdiccionalmente está todo escrito. Una megaexcusa para explicar la permanencia del Riachuelo en el podio de la podredumbre es la superposición de una veintena de jurisdicciones (sobre su agua, sus orillas, sus caños) entre municipios, provincia, ciudad, nación, empresas, puerto, etcétera. Cualquier libro de descontaminación escrito en el último siglo indicará que para atacar la polución es necesaria una disciplina militar: un comité de cuenca donde uno mande y los demás obedezcan. Lo cierto es que la excusa (y la constitución del comité de cuenca) se arrastra por décadas. Pero, igualmente, allí aparece el Reconquista para recordarnos que sin superposición jurisdiccional, transitando sólo el territorio bonaerense, también es posible tener un río hipercontaminado.
4 Legislativamente no hay trabas. Solamente cumpliendo alguna de las decenas de leyes sobre envenenamiento de aguas apiladas por decenios, más de cuatro (“empresarios”, “funcionarios”, “inspectores”) deberían estar presos.
5 Socialmente no hay vergüenza. El 55 por ciento de los habitantes de la cuenca carecen de cloaca, lo que lleva sus desperdicios –por vía directa o por perversa ósmosis a través de pozos ciegos– al Matanza-Riachuelo. Y donde hay cloacas, la mayoría de los 14 municipios del conurbano que se asientan en sus márgenes descargan “legalmente” sus contenidos al río.
El catalán Joan Martínez Alier, que utilizó el término “ecología política” como puente entre la política ambiental y la economía ecológica, sostuvo que hechos como la contaminación no son más que los emergentes de un modo de utilización de los recursos naturales que tiene al mercado como asignador de prioridades, accesos y formas de apropiación y uso de esos recursos. El recurso río, en el caso del Riachuelo, es otorgado a un cierto escalón económico-industrial para que lo usufructúe como caño de desagüe, haciendo pagar a todos por el ahorro que implica para la producción industrial. Del mismo modo, varios siglos atrás, las Leyes de Indias del monarca Carlos V habían adjudicado “aguas abajo” el sitio de descarga de las entonces actividades industriales contaminantes en las urbes que se iban asentando en el “nuevo mundo”. En Buenos Aires, aguas abajo era el Riachuelo.
Se nos propone en estos tiempos la instauración de una nueva era en la Argentina, en la que el ambiente es cuestión de Estado. Siguiendo a Martínez Alier, si se considera la contaminación (como a la desertificación, la extinción de especies y otros diversos problemas ambientales) una consecuencia, habrá que poner el acento en las causas, bajo las cuales subyace aquello de la modalidad de uso de los recursos naturales.
Y como el largo plazo también empieza hoy (como dijo algún célebre economista), una política de Estado debe otear el horizonte y observar qué decisiones actuales engendrarán los problemas ambientales futuros. La política correcta, dicen, es la que impide los problemas, no la que los soluciona.
Por caso, si se quiere evitar que progrese la pérdida de fertilidad de los suelos y la desertificación que ya amenaza al 75 por ciento de la superficie cultivable, podría replantearse la exagerada dependencia de la soja como estrategia productiva del país. Precisamente, el tema de la soja nos remite a la “economía ecológica”: una decisión del mercado conlleva consecuencias ambientales cruciales y comprobables, como el desmonte por el avance de la frontera agropecuaria y las maldades que arrastra un monocultivo depredador.
Por caso, también, podría repensarse la matriz de generación de energía del país, que en tiempos de cambio climático y petróleo a precios exorbitantes depende en más de un 90 por ciento de los combustibles fósiles, sin que las energías alternativas (eólica, solar) le muevan aún el amperímetro a nadie más que en lo testimonial.
Justamente, entre lo testimonial y lo estructural debe medirse entonces la distancia que habrá que disminuir para que el medio ambiente le importe a quien le debe importar.
Tomás Maldonado decía allá por los ‘70 que efectivamente el tema de la ecología es una moda y que una moda no es algo malo en sí mismo, sino que es la señal que muestra una idea que se está imponiendo. Y que como tal tiene la importancia de que cuando deja de ser moda algo, algo cambie, algo sea diferente a lo que era antes de configurarse esa moda. Hoy, Gualeguaychú mediante, el medio ambiente es una moda en la Argentina. Al influjo de esa moda, seguramente, se debatirá si –con algo de oportunismo político– se crea un ministerio, una megasecretaría o una comisión para que nada cambie. Y se podrá medir una vez más la diferencia entre lo testimonial y lo estructural al ver si ese nuevo organismo tiene algún poder sobre aquellas cuestiones (agricultura, agua, energía, saneamiento) que desatan los problemas ambientales.
Una mirada ingenua supondría que –volviendo al ejemplo que inició esta nota– la limpieza del Riachuelo nos beneficiaría a todos. ¿A todos? Quizás en la respuesta honesta a ese interrogante esté la confirmación de que los problemas ambientales (que se engendran en una dimensión económica de la sociedad) no pueden abordarse como tales si es que se los quiere resolver, y la explicación de por qué “el medio ambiente no le importa a nadie”.
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