Dom 13.08.2006
futuro

NOTA DE TAPA

La creación...

› Por Sergio Di Nucci

Durante buena parte del siglo XX, muchos análisis acerca de los orígenes del crimen han estado inspirados por modelos sociológicos. Son modelos que insistieron en atribuir las causas individuales del crimen a las condiciones sociales del medio en el que vivía el delincuente (o el futuro delincuente). Una vivienda pobre en barrio pobre, la desocupación laboral y la exclusión social, la limitación de los medios, un horizonte social cerrado y poco abierto al progreso y al talento: todas estas causas eran consideradas, lisa y llanamente, criminógenas. Desde luego, no se los puede acusar a los sociólogos de interesarse por las sociedades, de ser científicos y cuantitativos: a ellos no les importa cada crimen individual, ni menos el perfil del francotirador de Belgrano. Lo de ellos son las tasas sociales del crimen.

Los problemas, según entiende una serie de estudios recién publicados en Gran Bretaña, comienzan cuando esas consideraciones son tomadas en cuenta por los jueces a la hora de dictar sentencias. O por el sistema penitenciario y los institutos de menores cuando deben enfrentar la pregunta de qué hacer, si es que algo hay que hacer, con sus internos. Que siempre son personas individuales, y para las cuales el Estado debe pensar una política criminal que cumpla al menos dos fines tan fáciles de enunciar como difíciles de alcanzar razonablemente: que los que delinquieron no delincan y que la sociedad se vea, cada vez más, libre de crímenes.

En tiempos en que en la republicana Nueva York se aplicaban las políticas de tolerancia cero –es decir, fervientes adversarias del concepto de “atenuación social”–, el primer ministro laborista británico Tony Blair anunciaba que también su gobierno iba a ser “duro” con el crimen. Los ingleses –en esto ciento por ciento europeos– no pensaron, sin embargo, en las férreas medidas del alcalde Rudolph Giuliani, que conoció su hora de gloria con el atentado que arrasó con las Torres Gemelas. La opinión pública británica, que conocía la tradición de su país, entendió que ahora, finalmente y de una vez por todas, el laborismo se iba a preocupar de manera sistemática por atacar las hasta entonces relegadas condiciones precarias que generan marginalidad y exclusión.

Sin embargo, el panorama de la criminología en Inglaterra y Europa ha cambiado radicalmente según la revista Prospect. Todo indica que algo de esto llegará a la Argentina.

Si bien fue hace décadas que dejó de reinar la llamada “criminología radical”, que atribuía el crimen exclusivamente a una construcción social (es decir, no hay crímenes desde una ética universal, sólo conductas que la sociedad decide, arbitrariamente, incriminar y castigar), hoy el énfasis está cada vez menos colocado sobre el crimen en sí mismo y más, mucho más, sobre la personalidad del criminal. De cada criminal. A los rasgos de esa personalidad se ha procedido a sistematizarlos, de una manera práctica, de acuerdo con los llamados modelos cognitivo-comportamentales, una teoría psicológica que en Estados Unidos goza de buena salud merced a la cientificidad y sistematicidad de sus investigaciones. De modo cada vez más ineludible resulta un dato del que parece imprudente prescindir, en el momento en que los jueces deben fijar los términos de una sentencia: la lectura de los “perfiles de riesgo” de los individuos que probadamente cometieron delitos.

En el 2003, Inglaterra incorporó a su legislación una sentencia adicional para convictos juzgados con “alta probabilidad” de reincidir en el crimen: la sentencia se denomina indefinite public protection y obliga a extender la estadía del delincuente en la cárcel. En el 2006, a sólo un año de que la medida fuera efectivamente aplicada, más de mil personas recibieron condenas con la sentencia “indefinida”. Esa legislación apunta a uno de los problemas a los que la sociedad civil y los medios parecen altamente sensibilizados: la multirreincidencia. Lo que abre, o reabre, la clásica discusión sobre el sentido de las penas (¿retributiva, preventiva, reeducativa, etcétera?). Y también sobre las medidas de libertad condicional, o sobre los permisos de salida: algunos diarios argentinos publicaban en sus primeras planas, una semana atrás, el porcentaje, que juzgaban elevado, de presos que se fugaban, aprovechando esos permisos. Jamás entra en la discusión qué valor podían tener las salidas para los otros presos y qué valor social podía tener ese altísimo porcentaje de salidas exitosas.

NO SE LO DIGAS A NADIE

Desde luego que esto implica un enorme cambio en los modos de entender y juzgar un crimen: estudiar la personalidad del delincuente implica de por sí un alejamiento radical de los modelos sociológicos de la criminología tradicional. O, por lo menos, de aplicar la sociología a materiales que no son, ellos mismos, sociológicos. Desde ahora, en Gran Bretaña, los fallos se auxiliarán de modo cada vez más asiduo de la opinión de psicólogos, psicólogos-forenses y psiquiatras, quienes se pronunciarán sobre hasta qué punto un sujeto exhibe “desórdenes de personalidad severos y peligrosos” (o DSPD en inglés).

La preferencia por acudir a estos peritos tiene que ver, seguramente, con todos los aspectos que dejaron irresueltos los modelos precedentes. O con su falta de utilidad práctica para contestar preguntas que no se habían planteado. Aquellos que no se proponían explicar, por ejemplo, por qué, en el mismo contexto, hay gente que delinque y gente que no: evidentemente, no todos los niños golpeados por sus padres se convierten en golpeadores, no todos quienes provienen de contextos precarios delinquen. Al parecer, los modelos sociológicos de explicación del crimen se detenían a las puertas de la materia y la competencia psiquiátrica: cuestiones cruciales como, por ejemplo, el papel que juega la reelaboración individual de experiencias grupales similares.

Pero también colabora en el cambio de los modelos el énfasis que ha adquirido en estos últimos lustros el peso massmediático de la crónica de las experiencias de las víctimas. También Inglaterra tiene su ingeniero Blumberg: un periodista del Sunday Times, indignado por el asesinato de una adolescente a manos de un reincidente, escribía hace unas semanas: “Si alguien no cometió un crimen, ¿deberíamos encerrarlo por las dudas? A Tom Cruise en Minority Report no le gustó que lo encerraran por un crimen que no cometió, pero, desde el punto de vista de la sociedad, ¿eso no sería algo bueno? ¿No es hora de que nuestro sistema judicial trabaje más en el estudio del pre-crime? Si lo hubiera hecho, Mary Ann estaría aún con nosotros”. En el diario de Rupert Murdoch son muchas las voces que invitan al encierro.

¿ENRIQUECIMIENTO DE LA REALIDAD O REDUCCIONISMO?

Parece entonces irrefrenable estudiar al individuo antes que el contexto en el que nació y se educó para dictar sentencias en casos individuales: para el universo penal, el énfasis estará puesto cada vez más en los datos que arroja el estudio de la personalidad y sus desórdenes antes que en los de corte puramente sociológicos, que por definición son generalistas. ¿Y sobre qué modelos descansa el estudio de la personalidad? Sobre los modelos cognitivo-comportamentalistas o conductistas. Una investigación llevada a término por Terrie Moffit en 1993 concluyó, por ejemplo, que las personas encarceladas por crímenes caen en dos grupos muy bien diferenciados: aquellos cuyos agravios se limitaron a la adolescencia y aquellos cuyo comportamiento antisocial comenzó mucho antes y persiste en la mediana edad y más allá. La edad de mayor riesgo, según el muestreo de Moffit, son los 17, y la mayoría de los criminales en actividad es adolescente. En sus tempranos veinte, sin embargo, el número de delincuentes activos decrece en un 50 por ciento y, a los 28, casi el 85 por ciento de los que alguna vez cometieron delito dejan de hacerlo. No obstante, son los adolescentes quienes cometen los crímenes más serios y violentos.

Muy a menudo, los científicos que estudian los orígenes del comportamiento “antisocial” agrupados bajo la égida del cognitivismo-comportamentalismo se han visto acusados de reduccionistas o de que sus explicaciones son deterministas. Recientemente, el Centro de Estudios de Crimen y Justicia del King’s College de Londres emitió una dura condena a las investigaciones del tipo de Moffit y todas aquellas deudoras de los modelos genéticos y cognitivo-comportamentalista: “Promueven un fundamentalismo genético y una creencia en una mítica, no en una real genética”, y advirtieron acerca de los usos políticos autoritarios que podrían atribuirse a los llamados “perfiles de riesgo”. Los investigadores, a su vez, replican: los estudios en paralelo, el trabajo sobre los genes, sobre los déficit cognitivos y neurológicos, y las interacciones ambientales, ofrecen diagnósticos que describen tan sólo correlaciones, riesgos y probabilidades, no consecuencias inevitables.

Pero las visiones distópicas de la sociedad resultan indelebles: una alarma que supieron explotar con éxito obras pop como La naranja mecánica de Anthony Burgess hasta el film de Steven Spielberg, Minority Report. ¿Cómo no temer a un eventual ambicioso presidente, ajeno a la distinción entre predicción y probabilidad, que decida juzgar a una persona por su ADN o su genotipo? Pero, a su vez, lo otro es cierto: ¿cómo tirar por la borda investigaciones tan ricas en datos, que ya están colaborando, mediante “intervenciones” precisas, en la reducción de la marginalidad y el delito? Investigaciones que, desde luego, no podrán prescindir de una conciencia, moral y política, con respecto a los avatares de ofrecer información sobre ciudadanos en una democracia que aspire a ser completa.

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