Sábado, 16 de septiembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Juego abstracto de guerra, deporte mental, “juego-ciencia”, estrategia, arte, actividad intelectual, modo de ver la vida... el ajedrez es todo eso y mucho más: de orígenes remotos y bastante oscuros y de posibilidades combinatorias que exceden el número de átomos en el universo, su encanto monárquico encandiló a reyes, reinas, legos y hasta a científicos que, desde el podio de la neurología y la psicología, aprovechan los torneos como experimentos controlados donde estudian a fondo la memoria, la imaginación, la creatividad, la concentración, la intuición, el proceso de toma de decisiones y la capacidad analítica, funciones cognitivas tan vitales como esquivas a su total entendimiento.
Por Esteban Magnani y Luis Magnani
El ajedrez es uno de los pocos juegos de mesa que existe en que el azar no interviene en absoluto a la hora de que se enfrenten dos personas. Pura fuerza mental, un reloj y algunas reglas, que en breve dejarán un ganador, son las condiciones ideales para cualquier científico que intente estudiar un fenómeno con un número limitado de variables. ¿Cómo piensan en ese corsé mental? ¿Cómo encuentran nuevos caminos? Y sobre todo, ¿qué hace que los mismos siempre ganen?
Como cada torneo puede ser visto como un experimento controlado, los jugadores de ajedrez se han transformado, para psicólogos y neurólogos, en lo que las drosophilas para los biólogos. Así como estos insectos, más conocidos como “moscas de la fruta”, poseen condiciones ideales para su uso como objetos de experimentación genética, los ajedrecistas resultan ideales para los estudiosos de la mente. Es que en el antiguo y popular juego-ciencia los mecanismos de pensamiento que se utilizan son de una coherencia difícil de alcanzar en otros campos. Por ejemplo: es difícil calcular la probabilidad de que un corredor de bolsa acierte en su futura compra tomando como base su experiencia; en cambio, se sabe que el jugador que aventaja por 200 puntos en el ranking a su competidor tiene un 75% de posibilidades de vencerlo, ya se trate de maestros o novatos.
Un reciente artículo de la revista Scientific American cuenta que en 1909, el cubano José Raúl Capablanca arrasó con sus rivales en 28 partidas simultáneas. Cuando se le preguntó cómo hacía para jugar rápido y ver tantas jugadas futuras lanzó una frase que es emblema de los que aún hoy lo deifican: “No veo más que la jugada próxima. Pero es siempre la correcta”. En esta frase, Capablanca resumió lo que un siglo de investigaciones posteriores dejó establecido: la ventaja del maestro de ajedrez sobre el novato deriva de los primeros segundos de razonamiento. El “flash” del experto, la rápida percepción guiada por el conocimiento, también se presenta en otros campos. Por ejemplo, los músicos que pueden reconstruir una canción escuchada una sola vez. O los médicos que hacen un diagnóstico certero poco después de mirar al paciente.
¿Cómo es posible? Para contestar esta pregunta, los jugadores de ajedrez han sido sometidos, desde principio de siglo, a intensos estudios destinados a comprender los mecanismos de su psiquis. Vale la pena hacer un resumen de varios interesantes experimentos que se realizaron en más de un siglo y de sus conclusiones.
El ajedrez es un campo ideal para los tests de teorías del pensamiento por varias razones. Una es que la habilidad se puede medir (puntuar) y analizar en su terreno natural: el salón de torneos. De ahí deriva el ranking, que permite a los psicólogos evaluar la calidad del jugador por su actuación y tomar nota de los cambios ocurridos a lo largo de la carrera. Otra razón apunta a un halo mágico que rodea al juego: las partidas a ciegas, en las que los contrincantes no miran el tablero.
El psicólogo francés Alfred Binet (1857-1911), inventor junto con su colaborador Theodore Simon del primer test de inteligencia, entrevistó en 1894 a los grandes maestros y les preguntó cómo hacían para jugar a ciegas, algo que en principio parece imposible. Su primera teoría, según la que guardaban una imagen casi fotográfica del tablero, fue rápidamente trocada por un método mucho más abstracto: en vez de recordar los detalles los reconstruyen a partir de un sistema interno de conexiones muy bien organizadas. De esta explicación se deduce que ser experto en el juego no depende tanto de una habilidad innata como de un entrenamiento especializado.
El psicólogo holandés Adriaan de Groot, también maestro de ajedrez, aprovechó en 1938 un torneo de Holanda de primer nivel para preguntar a los jugadores cómo evaluaban cierta posición. Así descubrió que los expertos analizaban muchas más alternativas que los novatos pero que los grandes maestros no examinaban más que los expertos; la diferencia radicaba en que sólo estudiaban las mejores, tal como decía Capablanca. Esta fue la primera encuesta psicológica seria para conocer la mente de los jugadores.
De Groot hizo otra prueba: puso a amateurs y maestros a examinar una posición en el tablero por unos pocos segundos y luego a reproducirla, partiendo del tablero vacío. La diferencia a favor de los últimos fue notable y se llegó a la conclusión de que existe una memoria específica para las posiciones de ajedrez, ya que en los tests generales de memoria los maestros no lograban mejores resultados.
En la década del ‘60, Herbert Simon (Premio Nobel de Economía por sus estudios sobre toma de decisiones) y William Chase de la Universidad de Carnegie Mellon, Estados Unidos, arrancaron desde donde dejó de Groot y, hurgando en sus limitaciones, llegaron a conocer mejor la habilidad ajedrecística. Así descubrieron que si daban a recordar a los jugadores posiciones donde las piezas se colocaban al azar, la relación entre el nivel ajedrecístico y la exactitud en el rearmado de las posiciones era mucho menos confiable que cuando provenían de partidas reales. Esto demostró que la memoria ajedrecística es más específica de lo que se pensaba, ya que se asocia no sólo con el juego en sí mismo sino también con sus posiciones típicas. Además, de esta manera se confirmaron estudios anteriores que demostraban que la habilidad en un área no se transfiere a otra. Ejemplo: hace ya un siglo, el psicólogo americano Edward Thorndike advirtió que el estudio del latín no mejoraba el dominio del inglés.
Para explicar el fenómeno, Simon creó un modelo basado en módulos significativos. Este modelo supone que el maestro puede manipular una gran cantidad de información almacenada en la memoria de largo plazo, que excede a la memoria “de trabajo” (se pueden asociar estos conceptos con los de una PC, que tiene un disco rígido para conservar el grueso de los datos y una memoria central, rápida, donde se manipulan algunos de ellos). Dado que una persona puede contemplar un escaso número de detalles simultáneos, Simon supuso que los ajedrecistas mantienen “módulos de memoria” con partidas reales a los que acceden cuando los necesitan. Por ejemplo: un maestro reduce a un solo módulo las siete piezas de ajedrez (o trebejos) que conforman una “defensa india de rey” y, a lo sumo, agrega un detalle del tipo “pero con peón torre-rey adelantado”. Simon estimó que un gran maestro mantiene unos 50.000 a 100.000 módulos almacenados en su mente.
El concepto de módulos significativos, o unidades estructurales, recibió otro apoyo con la prueba de “adivinación de peniques”. La prueba consiste en poner en los casilleros las monedas que representan a las piezas e informarle a la persona cuántas jugadas se han hecho y quién debe mover en el próximo turno. La persona debe adivinar qué pieza representa cada penique. El resultado es que los maestros reproducen casi perfectamente la posición, es decir, que reemplazan las monedas por las piezas correctas. La conclusión confirma que guardan en su memoria grandes “enciclopedias” de configuraciones probables de piezas. Más aún, dada una posición que ocurre luego de unas 25 a 30 movidas, los maestros generalmente pueden reconstruir las movidas que llevaron a la posición.
Sin embargo, la teoría de los módulos no satisfizo a todos. Anders Ericsson y Neil Charness, de la Universidad de Florida, ya en los ‘90, sostenían que primero hay que reconocer la posición y luego explorar lo que está archivado en la memoria de largo plazo para encontrarla. Y esto significa manipular mentalmente los módulos, tarea lenta y engorrosa que colisiona con el buen desempeño y la velocidad de los maestros. Tenía que haber algún otro mecanismo que permitiera a los maestros utilizar su memoria de largo plazo (el disco rígido, lento) como si fuera la memoria de trabajo (memoria central, rápida).
En 1995, el mismo Ericsson junto a Walter Kintsch, de la Universidad de Colorado, descubrieron que interrumpir a lectores avezados apenas disminuía su velocidad de comprensión en el momento de retomar el texto; de hecho, apenas perdían unos segundos. Para explicar su descubrimiento recurrieron a una figura que llamaron “memoria rápida de largo plazo”, utilizando las características que siempre se definieron como incompatibles entre sí.
Sea como fuere, la posibilidad de que la memoria de largo plazo se use rápidamente pareció confirmarse en 2001, en la Universidad de Konstanz de Alemania, donde se hicieron estudios sobre imágenes del cerebro que muestran que los ajedrecistas expertos activan su memoria de largo plazo mucho más que los novatos.
Al aficionado amante de la belleza del juego le intrigará que no se hable, en los estudios, de las brillantes e intrincadas combinaciones que se conciben en una partida. Y le será difícil aceptar que no sea el talento, en su versión más glamorosa, el que pergeña sacrificios que vislumbran, apenas, una posible victoria.
Vaya como ejemplo una anécdota del gran ajedrecista nacionalizado argentino, Miguel Najdorf. Luego de ganar una partida en la que realizó una brillante combinación con un sacrificio que parecía un suicidio, pasó a comentar las complicadas idas y vueltas que se sucedieron luego. Finalmente, preguntó a los presentes si creían que él podría haber previsto tantas peripecias en el momento en que decidió el sacrificio. Y se contestó, con su típico y particular orgullo que “por supuesto que no, era imposible prever tanto” y que sólo se había “dejado llevar por el olfato” ante la posición.
Sin embargo, la evidencia psicológica confirma cada vez más que “el olfato” se hace y no que nace. Un húngaro, Laszlo Polgar, puso a estudiar ajedrez durante seis horas diarias a sus tres hijas. No le fue mal: con el método de enseñanza adecuado, computadoras incluidas, consiguió que dos fueran maestros internacionales y que la otra, Judit, 17ª en el ranking, llegara a la categoría máxima: gran maestro internacional. El fenómeno se repite cada vez más y con genios más precoces, seguramente porque disponen de información al día y computadoras que los fuerzan constantemente a mejorar.
Así parece comprobarse que el “olfato de Najdorf”, la intuición o el talento, no son algo genético sino más bien mucha información acumulada que sirve para visualizar caminos probables pero con detalles limitados debido al escaso tiempo que tiene el ajedrecista para pulir la idea. El flash, el elegir “sólo la jugada correcta” de Capablanca, sería el resultado de ese proceso no lineal que surge de la experiencia. El talento, en consecuencia, pasa por aprehender tantas estructuras y variantes como sea posible para que iluminen las partidas nuevas. Aunque esta afirmación procure cortar las siempre lozanas raíces del romanticismo.
Así como el fútbol, el tenis, el hockey y cualquier otro deporte de alta competición cuentan con un preciso y puntilloso sistema de ordenar a sus jugadores en un ranking, el ajedrez tiene lo suyo. Se trata de un sistema matemático conocido como ELO, desarrollado justamente por Arpad Elo, profesor de física de la Universidad de Milwaukee, Estados Unidos, para evaluar el rendimiento de los jugadores de ajedrez. Sólo cuatro personas han superado la barrera de los 2800 puntos en el ELO; el más viejo de ellos es Garry Kasparov, nacido en 1963. Capablanca, nacido en 1888, “sólo” llegó a los 2725, 15 más que los alcanzados por Judit Polgar. Si bien los jugadores son cada vez mejores y el puntaje en el ELO lo refleja, no es lógico comparar los jugadores antiguos con los actuales, que disponen al instante de todas las partidas que se juegan en el mundo. Por no mencionar la ayuda de las computadoras y su enciclopedismo. Hay que notar que el ELO es un método que no compara valores absolutos sino referidos a la media del nivel de los jugadores en actividad, lo que obedece a su método de cálculo. Una comprobación, quizá cruel, es analizar la venerada partida de 1851 entre Anderssen y Kieseritzky, “la inmortal”: ningún jugador actual caería en esas audacias suicidas.
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